TRUFFAUT por Jesús Armesto
En un bloque de pisos de un barrio de clase obrera de París, una joven embarazada, entra por la puerta rezumando un dolor insoportable que le hace temblar la mirada. Arañando las paredes de las escaleras, sube milagrosamente escalón a escalón. Ella sola, da a luz a un niño en secreto. Entre las paredes desnudas de aquella habitación, un bebé la mira.
Es una mujer joven, y su familia, muy estirada y de un catolicismo social muy bien llevado a través de generaciones, decide dejar a aquel bebé en una casa durante 3 años, donde una ama lo cría. Roland Truffaut, un tipo sensible, lo acepta, a pesar de ser hijo ilegítimo, tras casarse con aquella joven a la que le gustaba jugar con los albañiles y viajeros que pasaban por el barrio. El joven matrimonio tienen un hijo que muere a los dos meses. La pareja cae en un desierto interior que les hace recluirse en un pequeño apartamento de París a velar el dolor por las ilusiones rotas con la muerte de ese hijo. El pequeño François, está raquítico y abandonado. Su abuela materna lo adopta y se lo lleva a vivir a su casa. Es una casa divertida donde este pequeño no deseado descubre la sonrisa. Su abuelo es un tipo vestido de gala desde el desayuno a la cena, rígido y dictatorial, y su abuela es amante de la música y de las artes. Una de sus hijas, tía de François, es joven aún, y vive con ellos. Cada cierto tiempo, durante las correctas cenas familiares, coge un puñado de sal y repentinamente lo tira tras de sí ante la ira y la estupefacción de su padre. François ríe a carcajadas. Su abuelo lo coge del pecho amenazándolo, pero François ríe. Cada fin de semana su abuela lo lleva al habitual paseo semanal por museos y salas de conciertos. François ha sobrevivido.
62 años después un tipo con pelo largo, más bien castaño, con una calva prominente sobre la mirada, entra con una sonrisa complaciente en un aula oscura llena de jóvenes. Soy el profesor de guion. Un mes más tarde dijo una palabra que ya entonces me pareció de una musicalidad tan completa, que estaba convencido de que guardaría algo único en su interior. Pronunció: Truffaut. Me gustaría decir que ese día vimos una gran película suya, pero no, aunque es tentador ficcionar ahora mis recuerdos con algunos tintes épicos, no fue así. Eso sí, días después, en una televisión minúscula que me dejó mi tía, una noche tan oscura como el sótano en el que vivía, introduje en un cacharro grandísimo una cinta vhs. Los cuatrocientos golpes. El inicio me pareció poca cosa. El medio tampoco me hizo despegar. El giro del final me sorprendió. Yo quería ser como Truffaut. Estaba decidido. Luego descubrí a Godard, y cambié de opinión, yo quería ser como Godard. Y luego como Pep Guardiola, cerrando así un círculo curioso, porque 10 años antes ya quería ser Pep Guardiola, el futbolista. Aunque ahora me interesaba el filósofo. A esa edad Chopin ya había compuesto este concierto: https://www.youtube.com/watch?v=0Y2022bhy7U y Kafka ya había escrito su obra maestra. Pero a mi me gustaba el filósofo Pep Guardiola.
12 años después, veo por primera vez su película La noche americana. Ese día subí las escaleras hacia mi cuarto sonriendo. Me acosté sonriendo. Me dormí sonriendo. Cuando me desperté solo decía cine. Sí, había tardado 12 años en salir de la crisálida, todo un logro. Nunca fui un tipo rápido.
Ayer vi dos películas. Por la tarde, en el cine La gran Belleza de Sorrentino, donde encontré esa humanidad del ser humano y esta pasión nuestra por contradecirnos con letras mayúsculas. Una obra grandilocuente, digna de todo un megalómano predicando sencillez. Era asombroso. Una de las mayores contradicciones que yo he visto en el cine. Pero eso sí, me conectó. Me abrió los ojos. No hay que negar el innegable valor artístico de la película. Pero lo tuve claro. Salí del cine, compré dos botellas de vino, dos piezas de pan y salí corriendo a casa. Con vino y pan acudí de nuevo a Nuestra Música de Godard. Apaciguado ya, regresé de nuevo a mi escalera. Es imposible mentir a mi escalera. Sorrentino aún quiere ser Fellini le dije susurrando a un escalón.
Recuerdo bien el día que asesiné a Godard. Era el último superviviente en aquel planeta donde figuras de cartón piedra del tamaño de un caballo de Troya, paseaban como emperadores por los jardines, abrazados a musas desnudas. Yo nunca he filmado un beso. No. Ni un desnudo. Y mucho menos sexo. En fin, aquel paraíso de genios… Allen, Bergman, Fellini, Lang, Griffith, Dreyer, Kubrick, Duras, Resnais, Bresson y mis queridos Godard y Truffaut. A todos los asesiné. Uno a uno, hasta que me quedé solo. Y aquí sigo, con la brisa para aquí y para allá. Me hizo gracia el otro día cuando alguien me alojó en un paraíso similar, así de cartón piedra, con mi caballo y mis musas. La idea la verdad es que no me disgusta, pero, decidí como vía rápida, autoinmolarme. Fue divertido. Le hablé de las dotes filosóficas de Pep Guardiola. A estas alturas, ya cada vez cuesta más trabajo hacer cosas que no apetece hacer. Y oigan, no me apetece ser estatua en un mundo imaginario de dioses y diablos. No se crean, estas cosas pasan.
Cuarenta y tantos años después de eso viajé a Dover a filmar el acantilado. Era mentira, desde allí no se ve Francia. Se me pasaron entonces por la cabeza, a toda velocidad, casi todas las películas que he visto a lo largo de mi vida. Así, se fueron situando una encima de otra. Asomado a aquel abismo, con el viento balanceándome, con un pie en la vida y otro en la muerte, ante la incomprensión de los presentes, sonreí de nuevo recordando las películas del pequeño Truffaut, aquella palabra musical que hacía cine. Truffaut.
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