REFLEXIONES EN EL CEMENTERIO PARA UNA TERTULIA…por Francisco J. Fernández-Pro
En cierta ocasión, en una de las tertulias que comparto con poetas y escritores, alguien sugirió que escribiéramos algún texto sobre la muerte y su trascendencia. La idea no me gustó: para mí, pensar en la muerte es la antítesis de mi filosofía vital. Si yo procuro la felicidad hallando el placer en lo cotidiano, si vivo el Carpe diem casi como una norma, ¿cómo voy a escribir un canto sobre la muerte? Sin embargo, mi propia consideración sobre la tolerancia y el respeto de los demás, como única norma de una buena tertulia, me obligaba a la aceptación del reto.
Como el ejercicio se pospuso para la siguiente reunión, una semana después, y no quería quedar mal con mis contertulios, decidí seguir el método Stanislavsky y, tratando de asimilar el rol de cualquier poeta romántico, un par de días después acudí al Cementerio Municipal, para ver si el ambiente me inspiraba.
En Écija -que es tan distinta de Sevilla como de Córdoba-, existe la mala costumbre desde hace tiempo, de emular en sus cosas a las de la Capital Hispalense. Incluso muchos ecijanos aseguran, con torpe orgullo, que el mayor mérito de la torre de la Iglesia de Santa María, es el de parecerse a una Giralda chiquita. Pues bien, el Cementerio Municipal de Écija es como el de San Fernando de Sevilla, pero también en pequeño (que si las grandes ciudades pueden jactarse de la mucha gente que vive en ellas, en lógica correspondencia, a las pequeñas les queda el consuelo de poder presumir de la poca que se les muere).
En mis años de Universidad, tuve que compartir con cinco compañeros un minipiso en la calle Fray Isidoro de Sevilla del Barrio de la Macarena y, para poder estudiar con cierta tranquilidad, solía visitar por las tardes aquel Camposanto cercano donde el silencio, que parecía una isla en medio de un océano de ruidos, sólo era violado por el piar de los pájaros.
El Cementerio de San Fernando es monumental. El de Écija es mucho más pequeño. Sin embargo es cierto que, nada más entrar, comienzan a parecerme el mismo: incluso los dos inician el recinto con sendos recuerdos a toreros muertos de forma trágica, El de San Fernando, con un monumento extraordinario, en memoria de una gran figura del Arte de Cúchares: Joselito “El Gallo”. El de Écija, bastante más modesto (que, por mucho que se diga, hasta en esto de la muerte, existen clases para los vivos), se trata de un pequeño busto –dicen que fidedigno- de Lorenzo Lucena, un torerillo que despistó de repente todas las ilusiones adolescentes que tenía, entre la sangre derramada sobre el albero amarillo del coso lejano de un pueblecito abulense.
Aparte de esto, los dos cementerios también se parecen en ese silencio que, en forma de isla, en medio del océano del ruido, sólo se atreve a violar el piar de los pájaros.
No me gusta visitar los cementerios. En verdad, sólo lo hacía cuando estudiaba Medicina y por concentrarme en el estudio de la salud y de la enfermedad, no en las lamentaciones sobre la muerte. Pero no dejé de ir a ellos por miedo a los muertos. No me impresionan los nichos, ni las letras doradas de las lápidas, ni tantas flores marchitas. De hecho, pensándolo bien, creo que durante casi todo el año, los cementerios pueden llegar a ser magníficos lugares para cultivar o recrear el pensamiento. Mi rechazo no se debe a la muerte de los que se fueron o al temor de los feos espíritus de difuntos vagabundos, sino a la paradoja de los muchos vivos que, cada mes de noviembre, van y vienen –con gestos compungidos- limpiando, con el esmero y el recogimiento de la veneración, toda la basura acumulada durante los otros once meses de completo abandono.
Pensando en todo esto, me senté en un pequeño banco que hay frente a la mínima capilla del Camposanto y, mientras paseaba la vista por las lápidas y aquel lugar solitario, medité sobre el asunto propuesto en la tertulia.
Me sorprendí reconociendo que, aún habiendo convivido con la muerte durante casi treinta años, casi nunca me había detenido a meditar sobre ella.
Cuando traté a mis pacientes –a los que vi morir, sufrir y desesperarse muchas veces-, solía reflexionar sobre la impotencia, el miedo, la esperanza, la resignación e incluso sobre la oportunidad de tregua para mis propios males que, por agravio comparativo, me concedía tanto conocimiento del dolor ajeno… pero, en todo este tiempo, nunca pensé en la muerte y su trascendencia, quizá porque siempre la supe inevitable; o quizá porque, intentando la conciencia del instante que vivo, en mi presente aún no es la muerte y, cuando tenga que ser -en mi futuro- ya no tendré motivos para que me importe.
El caso es que siempre me resultó absurdo perder el tiempo pensando en algo tan desconocido y tan inevitable, cuando tengo la certeza de que, por mucho que cavile, nunca sabré cómo es, ni lo que esconde, ni podré nunca evitarla, por mucho que lo intente aferrándome a la vida.
Reflexionando de esta forma, tardé pocos minutos en convencerme de que no merecía la pena el intento. Así que, aprovechando el momento y el lugar, respiré profundo, me complugue por unos instantes en ese singular silencio -que parece una isla en medio del océano del ruido, alegrado sólo por el piar de los pájaros-, me levanté del pequeño banco y me dirigí hacia la salida del cementerio mientras lanzaba una última mirada a los perfiles –dicen que fidedignos- del busto de aquel torerillo que un día se dejó desparramadas, entre la sangre, todas sus ilusiones adolescentes, sobre el rubio albero del coso lejano de un pueblecito abulense. Entonces pensé que, quizá, eso es lo único cierto que esconde la Muerte: el montón desparramado de tantas ilusiones que alguna vez nos latieron en la sangre.
Cuando, a los pocos días, en la tertulia me tocó intervenir, lo hice leyendo un microcuento que había escrito al volver del cementerio:
“Una vez hubo un Hombre que pensó tanto en la muerte, escribió tanto sobre la muerte, le temía tanto a la muerte, que perdió la mayor parte de la Vida elucubrando cómo poder evitarla. Pero, cuando llegó la Muerte… se murió del susto”.
(de Teselas para un Mosaico, 2009)
Cuando era docente me gustaba preguntarle a mis alumnos qué creían que era lo contrario de la muerte, a lo que indefectiblemente me decían que la vida. Entonces disentía de ellos: lo contrario de la muerte es el nacimiento. La vida -con sus puertas de entrada y de salida- nos sobrepasa. Cuando miro a mis nietas entiendo que ahora ellas son la vida que empieza, frente a la mía. No me acuerdo de nada de antes de nacer (y muy poco de después); espero que con la muerte me pase igual y que, como ponían en sus epitafios los romanos, la tierra me sea ligera cuando me vuelva a fundir con ella.
Qeurido Amigo, tu Vida ha estado entregada a la Investigación y a la Docencia, las dos Ciencias-Arte que mejor sirven a los hombres. Por eso, aunque no tengas memoria de ella, seguro que hay muchos que sí la mantenemos(memoria de todo lo que nos enseñaste con tus clases o tu amistad)… y, como sé que la Naturaleza es más sabia que el Hombre, estoy seguro de que, al final, llegado el día, porque tu Vida fue buena y provechosa, la tierra te será leve (y, hasta me atrevería a decir, que el cielo -o como se llame- te será fácil).
Un abrazo.