MIS SIETE CORTOS RELATOS (II): LA JUSTICIA DE UN JUEZ por Ramón Freire Gálvez.
Introducción y presentación: El año de 1992 publiqué un pequeño libro, que contenía y llevaba por título SIETE CORTOS RELATOS, cuya edición quedó agotada en el tiempo y ahora, en ese reposo que otorga el verano astigitano, poco a poco, he ido preparando (en aquella fecha los medios informáticos no son como actualmente) aquellos relatos, para, de uno en uno, irlos dando a conocer a través de mis publicaciones periódicas, con el único fin de que a quien le interese, pueda leerlo.
La fotografía de la izquierda corresponde a la portada. Igualmente en cada uno de los siete relatos, figurará la ilustración que realizaron los artistas que después referiré.
Para ello se hace necesario comenzar por la breve presentación que dediqué a la publicación, que decía lo siguiente:
Presentación: La ilusión del ser humano con ilusión de vida, es crear. Cuando consigue crear, desea verlo crecer y extender su obra, por lo que aplicado ello al ámbito literario, cualquier modesto aprendiz de escritor, ve culminada su ilusión cuando consigue publicar su humilde obra.
Este es mi caso, por lo que mis primeras líneas necesariamente tienen que ser de agradecimiento a la empresa patrocinadora de esta publicación, así como a los pintores ecijanos, mis amigos Joaquín Ojeda y Francisco de la Matta, dos generaciones de pintores, a quienes acudí en solicitud de ver plasmado el arte que emanan, en mis cortos relatos.
Tras lo anterior, hacerle saber lector, que el contenido de los SIETE CORTOS RELATOS reflejan situaciones que uno vive, siente y conoce a lo largo y ancho de varios años.
Al principio de cada uno de ello irá un pequeño comentario sobre la nacencia de cada relato, que llegaron a formar siete, por ser dicho número también parte de la historia de nuestro hermoso pueblo.
Ramón Freire
Plasmado lo anterior, este es el segundo de los relatos que formaron aquella publicación:
SEGUNDO RELATO
LA JUSTICIA DE UN JUEZ
Mi condición de funcionario de la Administración de Justicia, me ha hecho conocer múltiples situaciones, la mayoría desagradables sobre hechos y personas, pero también me ha ilustrado con conocimientos suficientes, respecto a los sentimientos de las personas, entre ellas, los de un Juez en activo todavía, cuyo nombre olvido, que, con su recto y justo proceder, demostraba que la justicia es algo más que una resolución fría y argumentada, cuando el corazón va en perfecto ritmo con la conciencia. Este segundo relato es dicha aplicación sobre un hecho real.
Es un pueblo cualquiera, no muy mayor ni tampoco muy pequeño, situado en un rincón de la meseta castellana, donde se dictó una justa, equilibrada, meditada y compartida sentencia de un viejo juez.
Los habitantes del pueblo, trabajadores rudos, curtidos en su piel por los rayos del sol, implacables en verano, con señales en sus rostros de los angostos fríos invernales, estaban orgullosos del Juez que dirigía las contiendas surgidas entre ellos, sobre todo, por la sencillez con que se expresaba y la eficacia de los veredictos que dictaba.
Pero al igual que ocurre en otros pueblos del planeta, por desgracia, en éste también existían discordias entre sus habitantes, que tenían necesidad de ser corregidas por uno de ellos, aunque este corregidor es un entendido en leyes, sin perjuicio del acercamiento y confianza que dicho dirimente tuviera con los convecinos a quienes tenía la obligación, en ocasiones, de juzgarlos.
Y así ocurrió un día en el citado pueblo, que tuvo lugar un juicio que, de no haber por el veredicto del Juez, no hubiese dejado de ser un proceso más entre los que a dicho Juez le correspondía conocer.
Había surgido un problema entre José y Nicolás, dos de los habitantes del pueblo, respecto de las lindes que separaban sus pequeñas parcelas de tierras, de las que eran propietarios, pues si bien en el pueblo predominaban grandes latifundios, muchos eran también los pequeños labradores con sus reducidas parcelas.
Discusiones que cada vez eran más frecuentes, provocando que las relaciones entre ambos fueran tirantes y algunos decían que, en ocasiones, hasta violentas. Todo el pueblo conocía dichas disputas e incidencias surgidas entre ambos vecinos. Para algunos, les era indiferente dicho problema, para otros lo hacían suyo, si bien los bandos estaban divididos por razones de amistad. Unos daban la razón a José y otros se mostraban a favor de Nicolás.
El problema, aparentemente, no era grave para los que estaban alrededor, pero a medida que transcurrían los días, se hacía más difícil y completa la situación. Algo había que hacer, decían todos, dado que de seguir dicha contienda, las consecuencias finales serían graves.
Mientras tanto, los causantes del problema no hacían nada por resolverlo. Ninguno de los dos daba el primer paso para entablar un diálogo que permitiera su solución y seguían manteniendo absurdas discusiones, comentándose incluso por alguno de los vecinos que fue testigo de excepción, que habían llegado a las manos.
Las noticias de todo ello llegaron rápidamente a oídos del Juez. Era este hombre culto, humano, sensible a los problemas del pueblo, al que, por razón de su destino, había llegado.
Su altura media, con signos evidentes en el cabello de la edad que tenía, así como su barba, despertaban el respeto del pueblo junto con el cargo de Juez que ostentaba. Él sabía perfectamente tener su personalidad delimitada, como Juez y como persona. En las tertulias del casino, cualquier forastero nunca hubiera sabido que era el Juez, a no ser que alguno de los contertulios descubriese su identidad cuando se dirigía al mismo. Hablaba con todos y mantenía opiniones, coincidentes o no, compartidas o discutidas, sobre temas políticos, sociales, económicos, deportivos, etc., pero nunca hizo prevalecer su opinión, ni por los estudios que poseía ni por su cargo. Todo ello no le impedía ejercer el cargo de Juez, con respeto y justicia en el pueblo que él había hecho su propio pueblo. Por dichas razones, el Juez, como el resto de los vecinos del pueblo, conocía las disputas que cada vez, con más frecuencia, venían manteniendo José y Nicolás. Tras un par de días reflexionando sobre tan enojoso asunto, acordó celebrarles un juicio, por entender que aquellos, con su actitud, estaban alterando y enturbiando la pacífica convivencia del pueblo.
El día 29 de Septiembre, festividad del Arcángel San Miguel, al llegar a su despacho por la mañana, llamó al alguacil y le encargó la misión de visitar, en sus respectivos domicilios, a José y Nicolás y entregarles a ambos una citación, a fin de que, al día siguiente, a las doce de la mañana, comparecieran en el Juzgado, al haberse abierto expediente contra los dos por el citado motivo.
Al mismo tiempo, el Juez, encargó al alguacil colocara un edicto en los lugares públicos más frecuentados, para que de entre todos los vecinos, eligieran a veinte que fueran mayores de edad y pudieran acudir, como espectadores, a la celebración del Juicio.
De hecho, con esta primera medida, el Juez consiguió un primer acercamiento entre ambos contendientes, pues cuando el alguacil judicial les entregó las citaciones, se encontraban los mismos trabajando en sus parcelas, mirándose fijamente uno al otro, pensando cada uno de ellos que el otro le había denunciado. Cuando leyeron la citación, salieron de sus primeros pensamientos, pero no pudieron evitar quedar sorprendidos por la decisión personal del Juez. Intercambiaron sus miradas, aún recelosas, aunque por la mente de ambos discurrió la misma pregunta:
¿Qué tenía el Juez contra ellos, si ninguno de los dos había solicitado el auxilio de la Justicia?
Y se produjo el primer acercamiento, porque sin poder concretar quién fue el que habló primero, lo cierto es que se cruzó en el viento, la misma interrogante:
¿Tú sabes lo que quiere el Juez con nosotros?, respondiéndose mutuamente con una negación e ignorancia.
Durante todo el día ninguno de los dos dejó de pensar en el por qué de aquel juicio. Ello ya había provocado una reacción positiva, pues mientras pensaban en el qué sucedería, dejaron de discutir, insultarse y reincidir en las rencillas que tenían entre ambos.
El pueblo, que era muy respetuoso con sus instituciones, lo era aún más con las personas que estaban al frente de las mismas. Al atardecer, ya habían elegido a sus veinte representantes para el juicio. Al día siguiente, todos habían quedado citados a la puerta del casino. Poco a poco fueron llegando a medida que la mañana avanzaba. Bien vestidos, me atrevería a decir que incluso cada se había puesto lo mejorcito que tenía.
Por el otro lado de la calle, que daba a la plaza principal, donde estaba el casino y el Juzgado, venían nuestros dos personajes y algo insólito, llegaban juntos, aunque eso sí, sin dirigirse la palabra. Al verlos, unos dijeron que habían hecho la paz, otros, más realistas, dijeron que no, sino que era coincidencia por ser el único camino para llegar a la sede judicial.
Lo cierto es que durante un instante, se había encendido en todos la esperanza de que las diferencias hubiesen quedado olvidadas y se había producido la reconciliación. De cualquier modo, quedaba poco tiempo para saber lo qué ocurriría.
Llegó la hora señalada. Las puertas del Juzgado se abrieron ritual y formalmente por el alguacil, quien fue colocando, parsimoniosamente, a cada uno de los testigos, diez a un lado, en dos bancos y los otros diez en los dos bancos de la derecha, separados ambos por un pequeño pasillo que, desde el despacho del Juez, llevaba a la mesa principal de la sala de audiencia.
El alguacil anotó el nombre y apellidos de todos, haciendo pasar después a los dos acusados. Les invitó a que se sentaran en los dos sillones delanteros, dándoles la espalda a los testigos y frente al Juez. Tras dos minutos, de profundo y respetuoso silencia, el alguacil hizo saber, en voz alta, la presencia del Juez, poniéndose todos los presentes en pie.
Si la presencia del Juez, en cualquier lugar del pueblo que frecuentase, infundía respeto y admiración, mucho más lo causaba el verle revestido de una toga negra, coronadas sus mangas con puñetas blancas y el escudo de su cargo sobre el lado izquierdo de la toga, confundiéndose en algunos momentos el respeto con el temor.
Mandó tomar asiento a todos y pidió al alguacil se iniciara el juicio, tomando éste asiento en una silla que había detrás de una mesa, sobre la que el Secretario colocó los folios de las actas y juicios para velar por la claridad de la escritura.
Tomó el Juez la palabra e hizo levantarse a los dos enjuiciados, preguntándoles quién era mayor. Los dos tenían casi la misma edad, aunque con unos meses de diferencia; 46 años cumplidos por José en febrero y 46 años Nicolás, aunque cumplidos en abril.
Ante ello, el Juez, les hizo saber que, por razón de edad, daría en primer lugar la palabra a José, al tiempo que mandaba sentarse a Nicolás. La expectación creada iba aumentando por momentos, hasta el alguacil era presa de ella, pues a lo largo de todos sus años en el puesto, orgulloso de conocer profundamente la forma de administrar justicia por parte del Juez, este no le había hecho comentario alguno sobre lo que pretendía con el acto que, en aquellos instantes, había comenzado, el cual había sido iniciativa propia del Juez, lo que se conocía como procedimiento de oficio.
Le preguntó el Juez a José los motivos que tenía para no saber convivir con Nicolás, cuando ambos habían crecido y vivido junto y a los que casi les unían las mismas aspiraciones.
José, contestó que Nicolás le incordiaba con frecuencia en su paz, motivado por la linde que separaba ambas parcelas de las que eran dueños respectivamente, imputándole el haber alterado la misma en beneficio propio, cuando aquello no era cierto, sino todo lo contrario, había sido el propio Nicolás, quien, con el pretexto de realizar sus labores agrícolas, había alterado dicha linde.
Cuando el Juez le dio la palabra a Nicolás, este se expresó en iguales términos, pero en sentido imputativo contrario.
Transcurrieron no más de treinta minutos en ambos interrogatorios y exposiciones. El Juez, al poco tiempo, tomó nuevamente la palabra, haciendo público el contenido de su decisión o sentencia, que sería de obligado cumplimiento para ambos y de la que, los veinte testigos citados, serían conocedores de ella. Tras poner a los dos acusados de pie para escuchar el veredicto, lo pronunció el Juez:
Durante un año, a partir del día de hoy, prácticamente lo que dura un año agrícola, desde que efectúen la preparación de las tierras, siembra, abonado y recolección, deberán trabajar conjuntamente en ambas parcelas, desapareciendo las lindes que separan sus pequeñas fincas, al tiempo que utilizarán los mismos aperos de labranza y una vez se lleve a cabo la recolección, compartirán, a partes iguales, sus beneficios o pérdidas, sin tener en cuenta para nada el rendimiento individual de una u otra parcela. Igualmente y no creo necesario advertirles las consecuencias en caso de incumplimiento, pues tengo la seguridad –dijo esto con la voz un poco más autoritaria y firme- sabrán convivir durante un año, de forma cordial, sufriendo los sinsabores que la cosecha traiga y compartiendo las alegrías que el fruto les ofrezca.
Tras la original sentencia, la mayoría de los veinte testigos así como el alguacil del Juzgado, pensaron para sus adentros, que ello no daría los resultados pretendidos por el Juez, conociendo como conocían lo testarudo que eran los dos implicados, aunque es cierto que todos, en su interior, alentaban la esperanza de que así no fuera, pero sobre todo, reconocían, una vez más, la personalidad del Juez que, por deseo del destino, tenían en el pueblo y de quien se sentían altamente orgullosos.
El resultado fue más provechoso y espectacular de lo que, incluso el propio Juez podía esperar. José y Nicolás labraron sus pequeñas parcelas al unísono, las sembraron de trigo, labraron y abonaron sus tierras, compartieron malos momentos debido a las frías heladas del crudo invierno, preocupaciones por los solanos vientos de la primavera, pero al final, cuando llegó principios de Junio e hicieron la recolección, comprobaron que esta había sido más alta que ninguno de ellos, individualmente, habían conseguido en años anteriores.
Lógicamente, durante todo aquel año, la convivencia reinó entre ambos, los problemas del uno fueron los problemas del otro, en definitiva, habían compartido sinsabores y alegrías.
Hoy, al cabo de los años, dicho pueblo cuenta lo acaecido como historia, que sería leyenda, sino fuere porque en un local, cercano al Juzgado, existe una panadería con un rótulo sobre la puerta que dice:
Panadería José y Nicolás.
Entre paréntesis, debajo del mismo, en letra pequeña se aclara:
Está primero José porque es dos meses mayor que Nicolás.
En el local del Juzgado, concretamente en el despacho del Juez, se conserva una balanza hecha de pan, que se renueva anualmente, regalo de José y Nicolás, con una pequeña letanía en su pedestal que dice:
Al Juez que nos enseñó a convivir.
Lo siento no hay comentarios todavía, pero puedes ser el primero en comentar este artículo.
Escribe un comentario