MIS SIETE CORTOS RELATOS (I): LAS CIGÜEÑAS Y EL TREN por Ramón Freire
Verano de 2014
Ramón Freire Gálvez.
Introducción y presentación: El año de 1992 publiqué un pequeño libro, que contenía y llevaba por título SIETE CORTOS RELATOS, cuya edición quedó agotada en el tiempo y ahora, en ese reposo que otorga el verano astigitano, poco a poco, he ido preparando (en aquella fecha los medios informáticos no son como actualmente) aquellos relatos, para, de uno en uno, irlos dando a conocer a través de mis publicaciones periódicas, con el único fin de que a quien le interese, pueda leerlo.
La fotografía de la izquierda corresponde a la portada. Igualmente en cada uno de los siete relatos, figurará la ilustración que realizaron los artistas que después referiré.
Para ello se hace necesario comenzar por la breve presentación que dediqué a la publicación, que decía lo siguiente:
Presentación: La ilusión del ser humano con ilusión de vida, es crear. Cuando
consigue crear, desea verlo crecer y extender su obra, por lo que aplicado ello al ámbito literario, cualquier modesto aprendiz de escritor, ve culminada su ilusión cuando consigue publicar su humilde obra.
Este es mi caso, por lo que mis primeras líneas necesariamente tienen que ser de agradecimiento a la empresa patrocinadora de esta publicación, así como a los pintores ecijanos, mis amigos Joaquín Ojeda y Francisco de la Matta, dos generaciones de pintores, a quienes acudí en solicitud de ver plasmado el arte que emanan, en mis cortos relatos.
Tras lo anterior, hacerle saber lector, que el contenido de los SIETE CORTOS RELATOS reflejan situaciones que uno vive, siente y conoce a lo largo y ancho de varios años.
Al principio de cada uno de ello irá un pequeño comentario sobre la nacencia de cada relato, que llegaron a formar siete, por ser dicho número también parte de la historia de nuestro hermoso pueblo.
Ramón Freire
Plasmado lo anterior, este es el primero de los relatos que formaron aquella publicación:
PRIMER RELATO
LAS CIGUEÑAS Y EL TREN
(Fue publicado con el consentimiento de la Real Academia de Ciencias, Bellas Artes y Buenas Letras Vélez de Guevara de Écija, donde obtuvo accésit a Temas Ecijanos en los IV Juegos Florales Ciudad del Sol. 1989).
Motivó su creación los problemas que me plantean la supresión de la línea férrea en nuestra hermosa ciudad, como consecuencia de encontrarme fuera de ella por razones de trabajo, viviendo auténticas odiseas para poder venir algún que otro fin de semana.
Ante ello me convierto en cigüeña –como admirador de ella por sus visitas anuales a nuestras cantadas torres-, haciéndola portadora de una leyenda, dado que el transcurso del tiempo sobre algo que desaparece, así la convierte.
Llegan los fríos invernales. Estación anual que en Europa tiene mucho más rigor que en el sur de España y África. En dichos inviernos, nuestro país, España, se convierte en paso obligatorio para las cigüeñas.
Cigüeñas que, junto con el tren, son los personajes centrales de la historia que cuento y que, en mis días de monaguillo, escuché contarla de ellas mismas.
En las once torres de mi hermoso pueblo, orgullo de Andalucía, anidaban las cigüeñas a su paso para tierras africanas, torres que, como la lozana andaluza, se miran al espejo del río Genil, contemplándose altas, esbeltas y hermosas, hincadas hacia el claro y limpio azul del cielo, convirtiéndose en posada y morada de mis queridas cigüeñas.
Mucho frió hacia aquel día de invierno, cuando el padre José me mando a lo alto de la torre para llamar a los fieles a la Santa Misa en la iglesia del Carmen.
Una vez en el campanario, me pareció escuchar voces muy peculiares que nunca antes había oído. Quedé sorprendido, porque nadie, excepto yo, tenía las llaves de la torre en aquel momento.
Sin darle mayor importancia, procedí a dar los toques de campana, pero al finalizar estos, nuevamente, con el silencio que produce la altura, volví a escuchar dichas voces.
Asustado, me detuve sobre el bastidor de la puerta que cerraba el acceso al campanario de la torre y me puse a escuchar atentamente.
Cuanto me alegro de haberme quedado, porque escuché la historia que contaba una pareja adulta de cigüeñas a sus cigueñüelos y que decía así:
Era un día brillante de final de verano para este pueblo. Las calles se habían engalanado y declarado fiesta. Se sacaron de los baúles y armarios las mejores galas. Mantones y peinetas para las bellas mujeres; sombreros para los hombres y una inmensa multitud, con las autoridades al frente, se dirigían a la recién estrenada estación del ferrocarril.
Algunos iban asustados, otros orgullosos de haberlo conseguido; la mayoría intranquilos, pero en el fondo, todos contentos, porque la llegada del ferrocarril al pueblo, podía suponer el impulso social y económico que necesitaba, aparte de acercar las ciudades colindantes a sus ciudadanos.
Entre nuestra comunidad de cigüeñas ecijanas, nos preguntábamos cuál de nosotras sería la primera en divisar el tren que procedía de Marchena para llegar a Écija. Nos cruzamos apuestas y organizamos cuadrillas de mensajeros, para unirnos a la fiesta que se preparaba. De pronto, las cigüeñas que se encontraban en la torre de la Victoria, fueron las primeras en divisar el humo que, hacia el cielo, desprendía la locomotora que encabezaba el tren.
Cuando dieron el aviso y aquello que llamábamos tren iba acercando al pueblo, las más jóvenes huyeron despavoridas a refugiarse bajo las alas maternas. Estas las tranquilizaban arropándolas, susurrándoles a los oídos lo bueno que la llegada del tren tenía para la población y, por la propia experiencia
que habíamos vivido en nuestras largas travesías anuales desde el Norte de Europa, les infundía seguridad a los pequeños, aunque en nuestro interior dudábamos si, con la llegada del tren, no se rompería la armoniosa paz que teníamos en nuestros hogares tan cercanos del cielo.
Dicha intranquilidad no fue sólo patrimonio de las jóvenes cigüeñas. También las campanas de las torres quedaron enmudecidas por el asombro que en ellas había provocado la llegada del tren, al cual, por la situación privilegiada de la altura, habían visto antes que ningún habitante del pueblo.
Las cigüeñas que se habían colocado como adelantadas en las torres de las iglesias de Santiago y del Carmen, dieron el aviso final: ¡Falta muy poco para que llegue! Cada una de ellas contó lo que había visto al resto de la comunidad, que se encontraba reunida en la iglesia más cercana a la estación del ferrocarril.
Algunas aumentaron en exceso lo que habían visto y decían en voz alta: ¡Sale fuego por un tubo que tiene colocado encima de la cabeza!
Las más exaltadas lo compraban con aquellas serpientes que, en las riberas de los ríos, intentábamos capturar, pero de mucho más tamaño…
En definitiva, todas estaban sorprendidas, dado que ninguna de ellas, por su juventud y falta de algún periplo viajero, habían visto el tren. Estaban igual que muchos de los habitantes del pueblo.
Tras pedirse calma y cordura, se acordó convocar urgentemente a la comunidad, citándose a los representantes de cada familia para una asamblea.
Comenzada esta, tomó la palabra el patriarca de nuestra comunidad. Por la experiencia de su edad y de sus viajes atravesando Europa camino de África, explicó detalladamente lo que era el tren.
Detalló las dificultades y sinsabores que para muchos había supuesto conseguir la llegada del ferrocarril. El trabajo duro y áspero de muchas personas para enlazar, a través de unos raíles, dos ciudades. Profundizó en las ventajas que para toda la comunidad representaba el unir un pueblo a otro, así como el beneficio para poder intercambiar sus productos, sin necesidad de transportarlos en asnos o carros, con la lentitud que ello conllevaba.
El tren haría todo ello más cómodo y el desplazamiento de un pueblo a otro permitiría visitar a los familiares que, por una u otra causa, se habían marchado. Terminó diciendo que la llegada del tren era el progreso lógico que toda sociedad busca en beneficio de sus habitantes.
Antes de conceder la palabra a quien pidiera la misma, ya había un grupo que la estaba solicitando.
Con el ritual y respeto hacia los demás que regía en todas nuestras asambleas, el patriarca fue concediendo la palabra a todos los miembros que la fueron pidiendo, con preferencia al de más edad en primer lugar.
Unos dijeron que todo lo relatado por el patriarca eran ventajas, pero lógicamente tenían que existir inconvenientes, concretando uno de ellos, con voz triste, cómo en uno de sus viajes había ocurrido un accidente y él había quedado marcado para toda su vida con dicha tragedia.
Dicha manifestación causó impacto ante y entre los asistentes, dado que no conocían dicho hecho la mayor parte de los reunidos.
En dicho instante, el patriarca, como jefe de la comunidad de las cigüeñas, dando muestra de grandes dotes oratorias, explicó y convenció, alegando que todo tenía un riesgo y relató el accidente que sufrió un miembro de dicha comunidad años atrás, cuando al hacer una parada en los viajes migratorios, una joven cigüeña se posó sobre uno de los raíles del tren, siendo atropellada por este y causándole la muerte.
Todo ello, decía, eran riesgos que deberían afrontar, porque eran parte del propio progreso, sin de olvidar la osadía de aquella joven.
Otros intervinieron alegando los perjuicios que produciría la llegada del tren, dado que la instalación del ferrocarril provocaría que muchos insectos y pequeños gusanos, que les servían de alimentos, se marcharan de aquellas tierras, espantados por el ruido que desprendía dicho artefacto mecánico.
De nuevo, la experiencia y sobriedad del mandatario se dejó sentir sobre el ánimo de la comunidad. ¡No se acaba el mundo!, dijo, seamos sensatos. Ocurre, que estamos cómodamente instalados en estas tierras, tenemos la comida cercana por la situación privilegiada del pueblo, un caudaloso río que riega sus tierras, unos maravillosos arroyos y un frondoso valle, lo que hace que tengamos los alimentos necesarios con los mínimos esfuerzos. Pero eso no es bueno para ninguna comunidad. Debemos luchar, no sólo por subsistir, sino por servir de ejemplo a nuestros jóvenes, demostrándoles que es necesaria para sobrevivir, esforzándonos en el trabajo, buscando nuevas fuentes de alimentación y ahorrar, como hormigas previsoras, para tiempos peores.
No podemos olvidarnos de que tenemos los mejores almacenes en los campanarios de nuestras torres, bien pertrechados y protegidos por la altura de los invasores e intrusos, auxiliados, en cada momento, por las campanas que pueblan los mismos.
Aquella explicación, serena y firme al tiempo que convincente del patriarca, calmó a los más nerviosos, quienes vieron en la seguridad de sus palabras, el camino a seguir por el bien de la comunidad.
Cuando aquel se disponía a dar por cerrada la asamblea, uno de los asistentes, que contaba en su haber sólo con la experiencia de cinco periplos viajeros, ansioso de conseguir poder a cualquier precio y conocedor de los incidentes ocurridos en otras épocas, por habérselo contado su progenitor, solicitó la palabra, al tiempo que alegaba oponerse, de forma rotunda, a todo lo expuesto.
Como a cualquiera de los restantes miembros que asistían a la asamblea se le concedió la palabra. Comenzó preguntándole al patriarca sobre la familia que tenía, contestándole este que tres miembros, aparte de su pareja. El preguntante le inquirió sobre un cuarto miembro que el patriarca había perdido en uno de viajes migratorios.
En aquel instante, un escalofrió corrió por el cuerpo del patriarca, reflejándose en su rostro el dolor que dicho recuerdo le traía.
Reponiéndose interiormente, con tono enérgico, le contestó: Es cierto, perdí un hijo al ser atropellado por el tren.
Si en dicho instante se hubiese celebrado votación para acordar si se unían o no a la comitiva del pueblo que iba a recibir la llegada del tren, seguro que todos se hubieran opuesto.
Pero aquello, continúo el mandatario, fue inevitable y lo provocó la propia osadía de mi hijo, quien quiso retar al tren. En varias ocasiones se había colocado entre los dos raíles al pasar el tren, se quedaba tendido sobre el suelo, consiguiendo salir airoso en multitud de ocasiones. A pesar de la vigilancia, castigo y reprensiones que tanto su madre como yo le hacíamos, siguió cometiendo dicha imprudencia, hasta que un día, en la frontera de Francia, la suerte le fue esquiva. No calculó bien y perdió la vida. Pero no es justo que se diga fuera culpable el tren, el único culpable fue mi hijo, quien conociendo el riesgo no valoró la importancia de su vida.
Si quiero deciros que la muerte de mi hijo no fue inútil, porque todos sabéis, y tú, dirigiéndose al miembro que le preguntaba, lo has sabido porque tus padres se encargaron de contártelo, que aquello evitó que, en otras ocasiones, alguien pudiera cometer imprudencia similar y el suceso de mi hijo sirvió como recordatorio para que nunca más se hiciera.
La lección que ante todos recibió el osado miembro, no la olvidó jamás, sirviendo aquello para que no hubiera necesidad de someter a votación si se unían o no a la comitiva de recepción organizada por el pueblo.
En aquel momento, el vigía que estaba situado en la veleta de la torre del Carmen, dio el aviso:
¡Ya está llegando a la estación!, gritó con voz tan fuerte que los ratones de la torre huyeron hacia la parte baja de la misma, pensando que eran atacados por sus compañeros de morada.
Rápidamente, todas, se dieron con sus picos los últimos retoques en los bellos plumajes. Las madres tomaron a sus hijos, al tiempo que les hacían unas últimas advertencias:
En ningún momento os retiréis de mi lado, decía una de ellas a sus dos pequeñuelos.
En perfecta formación, protegidos en los flancos por las más fuertes, encabezados por el mandatario patriarca, se dirigieron hacia la estación, de la que estaban separados por unos veinticinco o veintiséis movimientos de sus alas.
Buscaron el lugar idóneo para presentar dicho espectáculo. Se situaron sobre el tejado de un caserío que existía frente a la estación, al otro lado de la vía, para estar separados de la multitud que se había concentrado en la otra parte. Fue una fiesta para vivirla personalmente; todo el pueblo estaba presente; las autoridades, militares y los curas, los más cercanos, juntos al andén.
Por fin llegó la máquina con un impresionante ruido, lanzando al viento su potente sonido de silbato, que hizo voláramos sobre sí la mayoría.
Aquella fiesta continuó en los días posteriores. Nombraron comisiones que serían encargadas de ir, día a día, mediante vuelos de
reconocimiento, recogiendo datos e incidencias que fuera ocasionando el ferrocarril en el pueblo, para que, en el futuro, se lo fueran transmitiendo de padres a hijos.
Las cigüeñas fuimos testigos de cómo aquellos vagones transportaban pasajeros, que se desplazaban de una ciudad a otro, del envío y recibo de mercancías, etc. También hemos sido testigos de llantos, nervios e inquietudes, esperanzas y desesperanzas, por la marcha o llegada de algún familiar que se iba o llegaba al pueblo. Hemos presenciado a aquellas mozuelas con el pañuelo en la mano, secando puras y limpias lágrimas, derramadas por despedir al novio que iba para cumplir el servicio militar, con sus paquetes anudados por cuerdas de fino esparto llenos de alimentos para el viaje y, en la cartera, la fotografía de su amor, a la que abandonaba por obligación.
Fueron pasando los años, uno tras otro, invierno tras invierno. Una y otra vez llegábamos a estas torres, donde nuestros cigueñüelos recibían el bautismo de sus vuelos y todas nos hemos ido pasando la historia, hasta convertirla en leyenda. Sí, en leyenda, porque un maldito día, de un invierno que no merece la pena recordar, alguien dio la orden de que el tren no viniese más este pueblo, alegándose poca rentabilidad económica y escasa importancia, frente a otros medios de transporte.
Maldita ciencia económica que, con sus teorías no entendibles, hizo realidad dicha decisión.
Por ello el pueblo se quedó triste. Algunas voces se levantaron contra dicha decisión, pero jamás fueron escuchadas. La estación se quedó sola en su edificación de bonito estilo andaluz, quedando petrificada como recuerdo marchito de flor sin agua… De nada había servido que incluso una calle, hubiese recibido el nombre de Caminito de la Estación.
Nuestra comunidad, igual que hicieron cuando se unieron a la comitiva de bienvenida, celebró asamblea para acordar lo que podían hacer ante tan injusta decisión. A diferencia de aquella, en esta, ningún miembro quería hacer uso de la palabra. Todas permanecíamos tristes y cabizbajas porque el tren era algo nuestro.
Nos preguntábamos cómo se lo contaríamos a las campanas y a las torres, posaderas estas de nuestras crías, guardadoras celosas de los nidos. ¿Cómo reaccionarían al conocer la noticia; romperían el bronce de sus cuerpos en llantos desgarrados o harían como la mayoría de los habitantes del pueblo, permanecer pasivas e indiferentes?
Alguien tenía que comunicárselo. El patriarca mandatario decidió hacerlo personalmente, al tiempo que se acordó transmitir dicha historia de la llegada y marcha del tren, de generación en generación, para que todas fueran conocedoras de que, un día, de un año, en un alegre final de verano, llegó el tren a este hermoso pueblo y que, un día, de un año, de un triste invierno, se llevaron el tren de este hermoso pero pasivo pueblo ecijano.
Se dirigió a la torre del Carmen, la más la más cercana a la estación del ferrocarril. No sabía cómo empezar y con un enorme nudo en la garganta, que le entrecortaba las palabras, lo comunicó a las campanas de dicha torre.
Estas quedaron aún más inmóviles de lo que estaban y tras largos minutos de desconsuelo, lágrimas de bronce cayeron al suelo por las mejillas enladrilladas de la torre, al tiempo que, con mucha rabia, sonaron fuertes aldabonazos que comunicaban dicha noticia al resto de los campanarios y torres ecijanas.
Todas las campanas ecijanas, al unísono, comenzaron a doblar, cual si llamaran a misa de difuntos; palomas, pájaros, ratones, ocupantes e inquilinos eventuales de las torres y campanarios volaron y corrieron con desazón.
El pueblo quedó alarmado. Nadie comprendía la razón de por qué doblaban las campanas. ¿Qué ser querido se había perdido para el pueblo, que todas sus campanas estaban doblando?
Desde el Carmen a San Gil, desde la Victoria a Santa Ana, desde Santiago a Santa Cruz, desde Santa María a San Juan, desde las Gemelas a Santo Domingo, todas dolidas por algo que costó mucho conseguir y con que facilidad se había dejado perder. Aún hoy, sigue la estación, su camino, sus gentes, pero sin tren.
En aquel instante la voz de D. José, el cura, me hizo reaccionar y bajar por la escalera de la torre saltando los escalones de dos en dos.
Juanito, me dijo D. José ¿qué haces en la torre?, ha terminado la misa hace más de media hora y no sabía por dónde andabas.
D. José, es que el tren, digo, es que estaba viendo la estación y las cigüeñas.
Calla Juanito, siempre estás con las historias de esos tebeos que escondes bajo el chaleco. Cierra la puerta, que es de noche y nos marchamos.
Año tras año, siguen llegando las cigüeñas a este pueblo, mi pueblo hospitalario, sede de palacios y palacetes, frontera que fue con el reino moro de Granada, hoy con once torres rectas hacia el azul claro del cielo, con campanarios de puro bronce, cuyas campanas lloraron un día porque el tren las abandonó. Y en sus torres se siguen hospedando dichas cigüeñas ecijanas. De los campos ecijanos alimentan a sus crías, en las orillas del Genil sacian la sed de sus gargantas y yo, sigo contemplándolas, recordando aquella historia que les escuché relatar en sus vuelos que se pierden por el horizonte.
Año tras año se repite la historia, ya leyenda por el paso del tiempo y aún sigo escuchando, cuando subo a mi imaginaria torre de papel, en el silencio de un día cualquiera, cómo las cigüeñas mayores a las pequeñas, les cuentan que, un día, de un alegre y caluroso verano, de un año de…
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