LOS PIRATAS DE GIBRALTAR por Francisco J. Fernández-Pro
El Peñón de Gibraltar es la Cueva de Alí Babá, y a la historia me remito:
Isabel I de Inglaterra, en sus enfrentamientos con Felipe II, apoyó tan decididamente a los corsarios ingleses (principalmente, Hawkins, Morgan, Francis Drake y Walter Raleigh), que fueron ellos los precursores de la actual Royal Navy y la base de su futura potencia naval. Fenómeno éste de especial significado, sólo equiparable a la importancia que tuvieron para el norte de Europa, las incursiones y los saqueos de los vikingos.
Sin embargo, como la vida se civilizaba, en el siglo XVIII los ingleses tuvieron que dar de baja a sus corsarios –demasiado sanguinarios-, no antes de que ayudaran a derrotarnos en la Guerra de la Sucesión Española, que concluyó con la firma del Tratado de Utrech, por el que Inglaterra –como el que no quiere la cosa- se echó al bolsillo un trozo de España: Gibraltar (por cierto, sin aguas jurisdiccionales).
Desde entonces, El Peñón se ha convertido, no sólo en la secuela del colonialismo más indeseable, sino en la última patente de corso del Reino Unido, impuesta, mantenida y favorecida por los anglosajones, permitida por los países occidentales, y permanentemente sufrida por los españoles… y todo, por los muchos intereses creados alrededor del invento de la Roca.
Gibraltar es un paraíso fiscal tan descarado, que las estadísticas reflejan que, por cada habitante de la Roca, hay cinco empresas. Además de estas prácticas facinerosas de guante blanco, se dan otras más tradicionales como el contrabando de todo tipo de artículos. Gibraltar, con permiso oficial de tránsito, se ha convertido –principalmente para el Fisco español- en la Cueva de Alí Babá… y, encima, se nos ponen chulos. Pero lo peor es que el invento de esta Gibraltar-colonia-inglesa es algo tan antinatural, que resulta indeseable –por abyecta- dentro de una Europa y una España del siglo XXI.
Secularmente los ingleses fueron duchos en saltarse la ley a la torera para avasallar a todo el mundo; pero hay que reconocer que siempre lo hicieron con una cierta elegancia. El problema de estos llanitos (a los que más del 93% de los británicos no reconocen como británicos), es que son ingleses de baratija (o, lo que es lo mismo, ingleses nacidos y amamantados a la vera de la Playa de Getares) y, claro está, tienen la idiosincrasia propia de nuestra tierra y –quieran o no lo quieran-, se les nota a legua. Para encontrar parecido a un gibraltareño (al tal Picardo, por ejemplo), más que a un gentleman londinense tendríamos que remitirnos a cualquiera de los pescadores algecireños a los que tanto les hace la puñeta; o, si me apuran por lo esperpéntico, a cualquiera de aquellos enteraos de la Chirigota del Selu, que cantaban en su estribillo, “…y a la hora de pagá/ tó er mundo me dice/ “¡José, no sabes tú ná!…”.
Hagan la prueba, si no, y pregúntenle al líder gibraltareño de dónde es; verán cómo le traiciona el subconsciente, y les responderá con la vehemencia de un andaluz de la Caleta: “¿Po yo de dónde voy a zé?… ¡Po de Inglaterra, picha!”
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