LO QUE ESCRIBIO BENITO MAS Y PRAT, SOBRE EL FINAL DE LA PARTIDA DE LOS SIETE NIÑOS DE ECIJA por Ramón Freire Gálvez
(Este artículo fue publicado en Écija, años después de la muerte del escritor y periodista ecijano).
Ramón Freire Gálvez
Noviembre 2013
Fue en el periódico local La Opinión Astigitana, concretamente en número de 26, Agosto de 1896, cuando se publicó dicho artículo, titulado El último niño de Écija (Rasgo Histórico), obra del escritor y periodista ecijano D. Benito Mas y Prat (nacido en el año de 1846), artículo publicado a los cuatro años de su fallecimiento, cuyo autor, por su cercanía en el tiempo, también estuvo cerca, tal como hace constar en su propio relato, de personas que bien pudieron conocer o estar relacionadas con alguno de los componentes de los famosos Niños de Écija, de los que no cabe duda, en las publicaciones y documentos que hemos consultado, coinciden en muchos de sus nombres y no tanto en el lugar donde nacieron, que, como hemos dicho desde siempre, aunque no dudemos que alguno sería de Écija, no todos lo fueron (La fotografía corresponde a un cuadro existente en el antiguo Bar Herrera de Écija).
A fin de que las valoraciones las haga el propio lector, será mejor, transcribir literalmente el artículo que apareció en el citado periódico La Opinión Astigitana en su número de 26 de Agosto de 1896 que, de forma completa, es el que sigue:
“No hay duda, de que ha degenerado la respetable clase de bandidos de a caballo, aunque haya progresado la de a “pié”. De “el Bizco de el Borge” y “Melgares” a “Diego Corriente”, “José María el Tempranillo” y “Ojitos”, hay gran distancia; la historia del latrocinio “campeante” solo cuenta en su última etapa figuras de segundo orden como los “Juanillones” y “Pachecos”; el postrer representante de “la edad clásica”, “Juan Caballero”, murió hace poco en Estepa hecho lo que se llama “un buen hombre”.
En vano la nueva clase de ladrones de pacotilla, cuyos modelos son “Cartouche” y “Candelas”, quiere buscar los “róeles” y “calderas” de su escudo en Juan de Mung, el célebre trovador que legó a los dominicos de San Jacques, para pago de su entierro, un cofre de piedras preciosas que luego resultaron pizarras, o en el Cid, que empeñó a los judíos cajas llenas de arena, tomando por ellas buenos puñados de oro; sus esfuerzos han resultado inútiles; el timo no es popular: “José María” “Diego Corriente” y “Ojitos” fueron al drama y al romance; pero los ladronzuelos de nuestra época no pasaran a la posteridad; son sencillamente INDUSTRIALES.
Los que hoy parodian, en Málaga y la Serranía de Ronda, los atrevimientos y empresas de los célebres NIÑOS DE ECIJA, son también actores de menor cuantía.
Han pasado ya los tiempos de las fechorías andantescas, y cuando el ladrón Pacheco quiso seguir en Córdoba la senda de aquellos “briganes”, que más de una vez fueron héroes durante la invasión francesa, cayó atravesado por una bala a los pies del General Caballero de Rodas. Pertenecen, pues, a la tradición, y por eso voy a relatar, uno de los episodios de la vida íntima de estas gentes NON SANCTAS, recogido de labios de un anciano labriego y que tiene, a mi juicio, gran originalidad histórica:
“Desde el principio de la invasión francesa en España, por los años de 1808 a 1809, recorrían la Campiña de Écija, importante ciudad de la provincia de Sevilla, y cuya fertilidad y riqueza fueron siempre proverbiales, varios grupos de bandidos de a pie y de a caballo, unos hijos de dicha ciudad y otros escapados de las aldeas y pueblecitos circunvecinos. La insignificante persecución que se les hacia, la situación topográfica de Écija inmediata a los ríos Genil y Guadalquivir, vadeables por varios puntos la mayor parte del año y la proximidad de Sierra Morena, eran motivos suficientes para que estos malhechores tuvieran escogido su término por campo de batalla, pernoctando en él con seguridad extrema.
Ocupada en 1810 en su mayor parte la Andalucía Baja, y habiéndose acantonado en la referida Ciudad fuerzas considerables de Infantería y Caballería francesas, propusiéronse limpiar de “briganes” el territorio y dedicaron varias Compañías Montadas en su persecución, las cuales cogieron muchos, que fueron fusilados a las 24 horas y colgados hechos cuartos, algún tiempo después en la llamada “Mesa del Rey”; rollo de piedra coronado por el Escudo de España que se levantaba a orillas del Genil en las afueras de la antigua Colonia Astigitana.
Tal medida dio por resultado la extinción total de algunas partidas, escapando sólo aquellas que poseían mejores caballos y armamentos, y eran más conocedoras de los escondrijos y senderos que conducían a la Sierra.
Entre los restos de estos “briganes” o “brigantes”, se contaban los célebres NIÑOS DE ECIJA, a los cuales se ha considerado por algunos como héroes, por suponer que dieron verdaderas batallas campales a los destacamentos franceses y ayudaron de algún modo a la EPOPEYA de la INDEPENDENCIA española.
Si estaban o no, confabulados contra los franceses; si, como se afirma entre la gente de pluma de Écija y los citados “pájaros del Camino Real”, había secretas inteligencias, cosa es, que hasta ahora no ha salido a la superficie; lo que sí puede asegurarse es que ellos respetaron muchas veces a los viajeros ecijanos. Lo que distinguía principalmente a estos bandidos era su inalterable número y su notable disciplina. Eran 7 con el Capitán, y cuando uno de ellos moría o caía en manos de los antecesores del heroico Cuerpo creado en 1844, cubríase inmediatamente la plaza y volvía a completarse el número, acaso simbólico de la cuadrilla.
Los 7 NIÑOS que se asemejaban un tanto a los que acomodó a su fantasías novelescas Fernández y González, solían entrar y salir en Écija y en los pueblos comarcanos con mucha frecuencia y más de una vez se vieron en la plaza pública a caballo y como en casa propia, sin que los hostilizaran las autoridades. Sus fechorías se transformaban en verdaderos golpes de mano y tenían en la Región Andaluza inusitada resonancia.
El episodio que voy a referir y en cuyo relato seguiré estrictamente la tradición oral, que considero histórica, pinta de modo notable el carácter de aquellos hombres y revela algo de las intimidades de sus existencias algarivas ambiciosas, que se encenagaban en el crimen por un ducado y solían DAR GENEROSAMENTE, como San Martín, media capa al pobre en determinadas ocasiones. Mi difunto amigo, el diligente historiador Garay, no es de esa opinión y afirma que los “7 NIÑOS” de Écija, no fueron otra cosa que malhechores mas o menos atrevidos, que organizados de un modo particular pudieron escapar por algún tiempo a la “JUSTICIA del ROLLO”.
Cierta mañana, los habitantes de la Ciudad del Genil, reunidos en el mentidero de la plaza Mayor, comentaban acaloradamente el acontecimiento extraordinario del día.
Los Niños de Écija habían llevado a cabo, dos noches antes, uno de esos hechos que asombran, que no serían hoy concebibles. El corro de curiosos, que era por demás heterogéneo, puesto que se componía de rapabarbas, ministriles, braceros y hermanos de ánimas, hacía aspavientos y admiraciones. Un lego franciscano del convento de enfrente, relataba el asunto con pelos y señales y ponderaba en valor y sagacidad de Ojitos, guapo mozo, capitán de los niños, a la sazón, del que se contaban maravillas y heroicidades.
Tratabase del robo de un rico presente enviado por el Sr. Goyeneche, gobernador de la Habana a SM. El rey D. Fernando VII. A pesar de la fuerte escolta que llevaba el convoy, los Niños se habían dado buenas trazas en uno de los descansos del camino real, que sin sufrir la pérdida de un solo hombre, lograron apoderarse de cajones y valijas. Ocho poderosas mulas, cargadas de preciosidades artísticas y objetos de plata y oro pasaron a poder de Ojitos y sus compañeros, desapareciendo como por encanto en las cercanías de La Luisiana. El botín ascendía, según el decir de los bien informados, a muchos miles de pesos fuertes.
Departíase en el corro acerca del modo, hasta cierto punto inverosímil, cómo los siete bandidos habían logrado realizar tan importante golpe de mano, cuando el ruido de un tronco de un tambor y un numeroso grupo de gente armada que asomó por uno de los costados de aquella plaza aportalada y de monumental aspecto, vino a diseminar a los habladores, y a poner en conmoción a los que en el corro se hallaban.
Como el turbión y el redoblar de cajas avanzaba hacia las Casas Capitulares, lego, ministriles y hermanos de ánimas, se dirigieron allá engrosando las filas de verduleras y chicuelos que se habían escalonado al paso.
Lo que vieron les horrorizó. Entre un grupo de migueletes, sostenido por los brazos penosamente, iba un hombre como de treinta a cuarenta años, alto, fornido, simpático, con patilla al uso de la tierra, vestido con traje corto, es decir calzón de punto, marsellés, faja bordada, botín pespunteado y sombrero de catite. Tras él, atravesados en cuatro pacientes asnos, se veían cuatro cuerpos muertos. El hombre vivo adelantaba con dificultad y parecía experimentar al menor movimiento terribles dolores; los cadáveres, acomodados en sendas cabalgaduras, mostraban sus rígidas extremidades por los remates de los lienzos que los cubrían y se bamboleaban al tardo paso de las bestias. El lego franciscano y los ministriles y rapabarbas no tuvieron que preguntar lo que significaba aquel extraño cortejo.
El preso, que maniatado y pálido como la muerte abría la marcha, casi arrastrándose, era el celebrado y simpático capitán Ojitos, los cuatro hombres muertos no podían ser otros que bandidos compañeros suyos, a juzgar por los caballos ricamente enjaezados que llevaban del diestro los migueletes y de cuyos arzones se veían aún pendientes las pistolas y los trabucos naranjeros.
Lo que llamó mas la atención de los curiosos fueron los cuatro pares de mula con pesada carga que cerraban esta lúgubre procesión; no podían menos de ser las conductoras del gran convoy que había caído en manos de los niños hacía dos noches.
El efecto producido por este espectáculo fue tal, que pronto el pueblo entero se dio cita en aquel sitio, cubriendo hasta los soportales de la plaza. ¿Cómo habían muerto aquellos hombres? ¿De qué modo cayeron en poder de los migueletes, tan torpes de ordinario, los restos de tan soberbio golpe de mano? ¿Quién había sido el valiente que apresara al arrojado e invencible Ojitos, terror de Sierra Morena?
Durante muchos meses se repitieron en los mentideros de la ciudad estas preguntas que no pudo contestar ni esclarecer un proceso interminable. Ojitos murió pocas horas después de su entrada en Écija, sin que fuera posible hacerle confesar lo que había ocurrido. La escena que voy a referir sólo la presenciaron los bandoleros y las driadas que habitaban en los troncos de los álamos de la isla de Villaverde.
Ahora bien; ¿el anciano que me hizo esta relación muchos años después, fue acaso, alguno de los niños que escapó al cuchillo de Ojitos o a las garras de los migueletes? ¿Quién sabe? Yo no puedo asegurarlo porque jamás me he permitido ver el crimen bajo los cabellos blancos y las arrugas de la senectud.
“Luego que se consumó el robo del convoy de la Habana, los Niños, precedidos del capitán Ojitos, se dirigieron a uno de sus más seguros puntos de parada; la isla llamada de Villaverde, distante dos o tres leguas y cuya situación era la mas apropiada para el reparto de aquellas riquezas.
El agreste teatro donde había de celebrarse el reparto del botín, estaba en consonancia con la escena fantástica y dramática a la vez que allí iba a representarse. Lejos del camino real, cerrada en sus frentes por altas arboledas y rodeada por las aguas del Genil en la parte opuesta, como aún hoy mismo se conserva, la isleta preferida de los Niños, tenía todas las condiciones necesarias para poder pernoctar en ella sin temor a las acechanzas de sus perseguidores. La noche a que se refiere este relato, era una noche de plenilunio, y aquel semicírculo festoneado por tarajes, mimbreras y cañizales, sombreado por álamos negros y alfombrado de florecillas, presentaba, sin duda, el aspecto de uno de esos lugares en que los gnomos y las valkirias del Norte extienden en las veladas nocturnas sus codiciados tesoros para hacerlos brillar ante los ojos del viajero que sigue fascinado la dirección de los inquietos fuegos fatuos. A lo lejos, divisabanse las cortijadas y blancos caseríos que se perdían entre la bruma a la otra banda del Genil.
Para que la semejanza con el reino de los gnomos fuera completa, la isleta de Villaverde soportaba aquella noche verdaderos montones de oro y piedras preciosas.
Siete anchas mantas valencianas extendidas en semicírculo sobre el musgo, iban recibiendo, por turno los objetos que el capitán Ojitos arrojaba desde el centro del corro formado por los seis bandoleros. El capitán tomaba la pieza de un gran montón que tenía ante sí e iba repartiéndolas con precisión y habilidad extrema. Las vasijas de carey y plata, las estatuitas de marfil y sándalo, los objetos de China y el Japón, las joyas adornadas de pedrería fina, iban volteando por el aire y caían sobre cada uno de aquellos paños de colores produciendo ruidos extraños y dando fantásticas vislumbres. Cada uno de los bandidos permanecía al lado de su manta, inmóvil, resignado, sin desplegar los labios. Ojitos apartaba para la suya colocada a su derecha, una parte semejante y chupaba tranquilamente su veguero repitiendo a media voz estas palabras: ¡Oro!, ¡Plata! ¡Terciopelo! ¡Marfil! ¡Sándalo! ¡Porcelana! ¡Seda!…etc.
Cuando el gran montón desapareció del todo y las siete mantas estuvieron casi repletas, el capitán se cruzó de brazos y se dispuso a repetir la frase sacramental: “que os sirva de provecho”. Pero en ese momento, el segundo, un bandolero llamado el Zurdo, feo y mal encarado, cuyos codiciosos ojos recorrían la parte de todos creyéndolas más valiosas que la suya, se dirigió a Ojitos en son de quimera, diciéndole entre zumbón y provocativo:
-¡Capitán, el que parte y reparte…!
-¡Pierde el pan y pierde el perro!, reputó Ojitos, con esa viveza meridional que le distinguía y le habían hecho siempre ser el primero en echarse el trabuco a la cara o en empalmarse el cuchillo.
¡El que parte y reparte, insistió el Zurdo, ya con mala intención, jace lo que el capitán; se quéa con el santo y la limosna!
Ojitos palideció hasta el punto de parecer lívido y haciendo una expresiva señal a los demás Niños que habían dado un paso para acercarse a él, dijo en voz alta e imperiosa: ¡Quieto too el mundo y dejarme a mí con este poenco! Los capitanes como yo no necesitan repartir bien ni mal porque es suyo todo lo que hay a la vera. ¡Ahora limpiense ustedes las lagañas y vean lo que jace Ojitos…!
Y arrastrando su manta llena de preciosidades hasta el borde del Genil, la arrojó en el río con todo lo que contenía, menos pesaroso que aquellos soldados que sepultaron el tesoro de Alvino, bajo las aguas del Busanto.
Tan atrevido acto produjo en aquellos hombres un movimiento de asombro y expectación; el ruido de tan ricos objetos tragados por las ondas, resonó de un modo particular en sus oídos; uno de los Niños no pudo contenerse y exclamó anudando su manta: ¡El capitán esta loco…!
Entre tanto, Ojitos se dirigía al Zurdo, que hacía señas a dos de sus compañeros para que le ayudasen en tan gran lance y sacando una navaja
corta, ancha y afilada, como aquellos cachicuernos de nuestros antepasados los árabes, díjole, poniéndosele cara a cara:
¡Cobarde, avaricioso, ahora me vas a entregar tu manta que se me ha puesto entre ceja y ceja!
El Zurdo dio un rugido y los demás Niños callaron como muertos; salió a relucir la navaja del aludido y se entabló entre ambos bandidos una lucha terrible y salvaje. Quien hubiese visto aquel duelo extraño, tenido a la luz de la luna y entre montones de ricos objetos, se habría creído transportado a la época bárbara y raíz de los Nibelungos. A los pocos instantes, el contrario de Ojitos acosado por éste que daba verdaderos saltos de pantera y se quitaba los golpes con el brazo, lanzó un ¡ay! Y un horrendo voto y cayó sobre su propia manta con el corazón partido de un tremendo navajazo. La vajilla destinada a Fernando VII recibió en vez de licores y gomas perfumadas un raudal de roja y caliente sangre.
Entre los bandidos notóse cierto movimiento hostil y sedicioso; mas Ojitos no cejó por esto. ¡Ahora esa otra!, dijo avanzándose a uno de los niños amigo del Zurdo. Y uniendo la ofensa a la petición le acometió con tan buen acierto que le dejó tendido a sus pies antes de que pudiera defenderse.
Entonces pasó allí algo imprevisto y terrible. Unos aguijoneados por el ejemplo del capitán y otros temerosos de perder la parte del botín que les había caído en suerte, tomaron juntamente la ofensiva y se lanzaron unos contra otros. La luna que antes se reflejaba en metales, paños y piedras preciosas, dejó caer sus rayos indiferentes sobre las hojas de los cuchillos y dio relámpagos rojizos a aquellas retinas turbias e inyectadas.
Poco después, sonaba una descarga cerrada que hacía una víctima entre los combatientes y penetraba en la isleta un destacamento de migueletes, al que algún bocón había dado aviso. Ojitos, sudoroso, ensangrentado, pero todavía ágil y erguido, se revolvía contra dos de sus compañeros cuando se apercibió de la llegada de las tropas. Dio una desesperada voz de alarma, pero fue inútil; cuando hacía morder el polvo al cuarto de sus antiguos camaradas, los migueletes le sujetaban por la espalda, mientras que los dos Niños restantes huyeron por un sendero oculto de la enramada, llevándose lo que pudieron de aquel nefasto tesoro.
Cuatro cuerpos tendidos sobre lagos de sangre; algunas mantas llenas de objetos preciosos y varías caballerías atadas a los troncos de los álamos; he aquí lo que se ofreció a los asombrados ojos de los migueletes después de apresar al capitán de los Niños que se retorcía de rabia entre las manos de los que le atarazaban. Recogido el importante botín, levantados los muertos y acomodado el herido sobre unas parihuelas de ramas secas, emprendieron los migueletes la marcha hacia Écija, a donde llegaron, como se ha dicho, a la mañana siguiente.
Aquel drama terrible dio al traste con la primitiva partida de Los Niños de Écija, pues aunque después de la muerte de Ojitos, aparecieron otros con parecida organización y el propio título, siempre el matador del Zurdo y sus compañeros en la isleta de Villaverde, fue considerado como el último Niño de Écija.”
DE
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