LAS VIÑAS por Francisco J. Fernández-Pro
(… recordando a “Chico”, mi compañero de andaduras)
Siempre se dijo que no hay mal que por bien no venga. Hoy el calor me tiró de la cama antes de que dieran las siete, pero eso me ha permitido presenciar de largo el milagro -¡diario y tan inadvertido!- de la Naturaleza desesperezándose (aunque, la verdad sólo es una impresión antropocéntrica porque, pensándolo bien, la Naturaleza nunca duerme). Sólo mi perro me acompañó estos minutos. Es un yorksite que nunca quise y que se me ha hecho inseparable: pequeño, alegre, inquieto y peludo, al que le pusimos “Chico” por no llamarlo cualquier rareza estrafalaria, o “Pepe” o “Juanito” u otra ocurrencia advenediza de mitómano cánfilo. Pero, con el tiempo, el perrillo ha tenido más paciencia que yo -o más conciencia de sus necesidades- y con sus incontables muestras de fidelidad, me ha sabido corregir ciertas manías de antaño cuando, influido por tantos estereotipos y prejuicios absurdos, a este tipo de criaturas en miniatura, más que perros los llamaba “mariconadas” (y que me perdonen los maricones)
Pues Chico esta mañana se echó a mi lado con sus diminutos ojos negros, como inteligentes botones de azabache -que diría algún poeta- y siguió conmigo, minuto a minuto, tan atónito y sorprendido como yo, el magnífico despertar de Las Viñas y el horizonte.
Hace muchos años que no despertaba con el campo. El viaje de estos días me lo está permitiendo. El sonido in crescendo de esta sinfonía de todos los días, resulta impresionante para los que –como yo- todas nuestras horas las vivimos ajenos a ella. Los apagados sonidos –como susurros graves- de la noche, van dejando llegar, tímidamente, a los primeros pájaros. Al rato, multitud de ellos (cada uno en su tiempo y con su nota), todos a coro, se convierten en preludio de los ladridos entrecortados que, desde los cuatro puntos cardinales, alertan e inquietan a Chico cuando los escucha (supongo que porque ya sólo le resta un mínimo instinto asilvestrado).
De pronto, mi perrillo muda su atención hacia el acompasado dolondón de los cencerros que acompaña al sonido agitado de las ligeras pezuñas con el que un rebaño de cabras, rompe el silencio del camino por el que lo he visto regresar cada una de las cinco tardes que llevamos aquí. Oigo los relinchos cercanos de los caballos de Jesús en sus cuadras, ubicadas en lo más alto del cerro que veo frente a mí, mientras escribo orientado al este para ver cómo va apareciendo el Sol por el horizonte y Chico no deja de mirarme con cierta inquietud, mientras parece no perderse un detalle de todo el milagro.
Qué ajena, qué oculta o qué recóndita, solemos tener la memoria de las cosas que vivimos antes de que la conciencia fuera; pero qué fácil resulta rescatar de sus profundidades lo que quedó de poso y rememorar lo que fue. A veces sólo basta que una brizna que roce el subconsciente, para que surja todo tal como lo sentimos alguna vez. De hecho, esta sinfonía de las Viñas no sólo tiene sonidos. Hay una intensa mezcolanza en el ambiente a hierbabuena, hinojos, romero, tomillo y orégano. Francisco, mi hijo, desde la profunda y lógica ignorancia de estas esencias (¡de la que hoy me siento tan culpable!), me rebeló toda la enjundia de la situación con esa cautivadora inocencia que, aunque parezca una paradoja, despliega con la perspicaz agudeza de sus catorce años de urbanita profundo. Fue el mismo día de la llegada y nada más apearse del coche y aspirar las primeras moléculas de sierra:
- Papá –exclamó, mirándome sorprendido- ¡¡Huele a pizza!!…
Yo, sólo pude mirarlo con cierta tristeza y replicarle, arrepentido por mi destierro de tanto tiempo:
- No, hijo, no… ¡Huele a campo!
Mientras, “Chico”, liberado como mi hijo del seguro y acogedor encierro -¡pero encierro al fin!- de las paredes de nuestro piso, retozaba entre las jaras y los lentiscos, como si hubiera descubierto el Paraíso de los perros.
Las Viñas de Osuna, 27 de agosto de 2010.
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