LAS HIERBAS SECAS por Jesús Armesto
Pasado el cenit de la longitud de los días, las hierbas, que este año fueron tan frondosas como las lluvias, se secan formando un paisaje tenebroso, un paraíso amarillento donde ya no juguetean los insectos ni pacen con sus enfados las cabras.
Como edificios tras un bombardeo, abandonadas quedan estas glorias verdes que parecían eternas en abril y mayo, y ahora solo son chasquidos molestos cuando la brisa las agita en las noches tórridas y plomizas del sur.
A pesar de su belleza, pocos las miran. Es molesta su decadencia tan elocuente, recordando con su tic tac el andar de nuestro propio verano vital, acercándose irremisiblemente de puntillas como un incendio.
La decadencia es el último baluarte de estas maravillas ocres, marrones, amarillas, crujientes, alejadas del agua, de los niños y de las sonrisas. La decadencia como una isla desterrada de estas primaveras perennes que florecen en los escaparates convulsivamente. Como la pieza prohibida en esta fiesta del esmero del verbo parecer.
Y puede que quizás, en este incendio estroboscópico, sea la decadencia el secreto, la pieza clave.
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