LAS CENIZAS DE LOS MUERTOS por Ramón Freire Gálvez
Ramón Freire Gálvez
31 de Octubre de 2013
Cuando estamos a punto de celebrar la festividad de los Santos Inocentes y de los difuntos (1 y 2 de Noviembre, nos vamos de puente, que eso mola), aunque ahora esté de moda la de Halloween (aquí en España como somos tan modernos y progresistas, hacemos nuestra cualquier tradición de fuera, aunque fuera no hagan suya las tradiciones nuestras, pero somos así, qué le vamos a hacer), rompiendo un poco mi línea histórica sobre Écija y consecuencia de las últimas noticias sobre el destino de las cenizas de nuestros muertos, una vez incinerados, me he invitado, de forma particular, a realizar este comentario en tono satírico.
Vaya por delante que no es mi ánimo ofender a nadie, pues con independencia de que cada uno es libre de hacer lo que tenga por conveniente con las cenizas de sus muertos y que me merece el mayor de los respetos, a pesar de los casos concretos a los que pueda referirme a continuación, son muchas las personas que su última voluntad, es la que llevan a cabo puntualmente sus familiares.
Recuerdo de pequeño, cuando llegaban dichas fechas, a grandes multitudes acudir al campo santo, para rezar por el alma de sus difuntos, llevando flores y colocando lamparillas, sobre el frío mármol (allí es verdad que todo resulta más frío) o sobre el pequeño pedestal que, bajo la lápida, tenía colocado el nicho donde reposaban los restos de sus seres queridos.
Y aunque hoy día, por algunos todavía se sigue manteniendo dicha costumbre y tradición (es bueno siempre recordar a nuestros muertos, para lo bueno y para lo malo, por lo mucho que nos dieron y otros por lo mucho que nos pudieron quitar), no es menos cierto, que desde se inició la incineración de nuestros muertos en lugar de darle sepultura, han sido muchos los destinos, algunos grotescos, que se le han dado a las cenizas.
A saber, hubo una primera persona, que, dada su devoción, expresó su deseo de que a su fallecimiento, fueran rociadas sus cenizas en las arenas del Rocío y se puso de moda esparcirlas por las tierras marismeñas y había cola, hasta que la hermandad matriz del Rocío lo prohibió, porque aquello se puso que, en lugar de andar por las arenas, se andaba sobre las cenizas de los muertos, con el mal bajío que tiene eso.
De otros, después de aquel primero que amaba tanto el mar (lo que sigue sin prohibirse porque ancha es la o el mar), se repartió sobre las aguas del mar en cualquier playa. De algunos, después de otro primero, la airearon sobre el césped del campo de fútbol del equipo de sus colores o, en un pequeño recipiente, lo depositaba en el columbario del estadio. Igual depósito se ha hecho en los columbarios de las hermandades e iglesias. La de los más intrépidos y aventureros, siempre después de otro primero, las dejaron sobre la ladera de alguna montaña que, siempre según la familia, escaló el difunto en vida o en alguna gruta cuando practicaba senderismo y ahora, últimamente, una empresa valenciana de pirotecnia, ha ofrecido que las cenizas de nuestros muertos, puedan ser partes de una riada de fuegos artificiales, introduciendo las cenizas en la carcasa y disparar el cohete hacía arriba, para que lleguen antes al cielo, digo yo. Aquí no ha habido todavía primero, pues el marketing comercial se ha adelantado proponiendo tal iniciativa.
Yo no sé si algunos difuntos, cuyas cenizas han sido esparcidas o repartidas en alguna de las formas anteriores, sabía nadar, le gustaba el fútbol, era católico practicante y cofrade, escalador o montañero y le gustaban o no los fuegos artificiales.
Lo que yo sí sé de uno que el único rocío que conoció era el de la mañana y sé de otro que la mujer arrojó sus cenizas al mar en las playas de Cádiz y el pobre, en vida, no pudo bañarse nunca porque no sabía nadar y a la playa iba por obligación familiar y en evitación de disgustos matrimoniales.
También sé de otro que iba al fútbol porque la mujer y sus niños, por herencia familiar, eran de aquel equipo de fútbol determinado y cuando se murió, llevaron sus cenizas a dicho estadio.
O aquel otro, ateo, al que nunca le gustaron las iglesias, los curas, las hermandades ni las cofradías y sus cenizas están el columbario de la hermandad de sus antepasados.
Y por último de uno que tenía un miedo tan grande a las alturas, que el vértigo le impedía siquiera subir una escalera y por ende no le gustaba el campo ni la montaña, pero su familia, era muy dada a los arroces camperos y al senderismo los fines de semana y aquí te quiero ver, cenizas repartidas por la montaña o el campo.
Y ahora, con esta nueva iniciativa comercial de distribuir las cenizas de los muertos, junto con la explosión de los fuegos artificiales, habrá que saber si al difunto (aunque este ya no pueda decir ni pun) le gustaba o no dicha celebración ferial o también padecía vértigo, aunque eso lo dispondrá la familia, que, al fin y al cabo, se hace siempre ante la sociedad, receptora de los ruegos que le hizo el difunto o la difunta, antes de estirar la pata, por lo que la verdad sobre la última voluntad del muerto o de la muerta, quedan en la más absoluta intimidad familiar, pues cuántas veces hemos escuchado decir: …mi marido, o mi mujer, antes de morir, me dijo que cuando se muriera, hiciera esto o aquello… y quién sabe lo que dijo si ya no lo puede confirmar (pongo en primer lugar el masculino, porque son más los hombres que dejan viudas, que las mujeres que dejan viudos, no sé por qué será, pero es así).
En definitiva que cada uno haga con las cenizas de sus muertos lo que le venga en gana y de ser cierto que respete la voluntad del finado, pero por favor, si el fallecido o fallecida no sabía nadar, no arroje las cenizas al mar (se morirá dos veces), si padecía vértigo no las lleve a la montaña (se volverá a caer y morirá dos veces), si no le gustaba el fútbol, no las esparza sobre el césped del estadio ni las deposite en el mismo (se morirá dos veces), si no era cofrade ni católico, no las deposite en el columbario de la hermandad o la iglesia (se morirá dos veces) y de no gustarle volar, por favor, no las dispare junto con los fuegos artificiales (se seguirá muriendo dos veces).
Yo lo tengo claro, aunque no me quiero morir, -quién se quiere morir, aunque estemos de recortes-, pero como sé que me tengo que morir, sólo quiero morirme una vez y que sea de amor, para que haya algo de romanticismo en mi muerte, que bastante falta hace en la sociedad que nos ha tocado vivir y escriban con letras grandes, como letanía, en la lápida que señale mi sepultura, la incierta frase que atribuyeron a Groucho Marx: Perdonen que no me levante.
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