LA LETRA CHIQUITA por Francisco J. Fernández-Pro
He recibido una multa que me ha cabreado muchísimo. Supongo que eso es algo normal cuando se recibe una multa; sin embargo, les aseguro que no me enfadé en ninguna de las anteriores ocasiones en las que tuve que pagar mis errores de tráfico. Hasta cuatro veces tuve que hacerlo y, la verdad, es que sólo me enfadé conmigo mismo. En cambio, esta vez ha sido distinto y me parece interesante compartir con ustedes el por qué.
Siempre pensé que el gran problema que atravesamos en la sociedad española actual, se debe al incivismo con el que actuamos y nos relacionamos y éste, a su vez, tiene su origen en la falta de educación. Por eso, intenté educar a mis hijos, a través del ejemplo y aprovechar cualquier anécdota, cualquier circunstancia de la vida cotidiana, para que ellos pudieran tomar conciencia de la necesidad de practicar ese civismo. Sin embargo, ante mi respuesta cívica a cualquier contrariedad, muchas veces ellos respondían con un incontrolable “¡tú eres tonto, papá!…”
Así ocurre muchos días cuando, para evitar el cortísimo contramano de entrada a la calle Caballeros por el Puente (justamente donde vivo), subo hasta el Picadero y bajo por Correos. Si, además, de la vuelta que doy, al llegar a casa, el listo de turno que iba detrás nuestra por Santa Ana, rompiendo el contramano se ha quedado con el único aparcamiento que quedaba en la calle, resulta inevitable el chapurreo que tengo que sufrir: “¡eso te pasa por tonto!… ¿tú no puedes hacer lo que todo el mundo?…” Yo, entonces, me pongo grave y procuro reafirmar la necesidad del civismo con una frase lo más sentenciosa posible para que se les quede en la memoria. Algo que, sin decirlo abiertamente, venga a decir quedé-por-encima-aunque-sin-aparcamiento-pero-ya-nos-tocará-a-nosotros-y-él-se-joderá, que –a la postre- viene a ser algo así: “Allá él con su conducta. Lo importante es cómo lo hacemos nosotros” o “Hijos, las normas están para cumplirlas, porque lo mismo que nos obligan a dar la vuelta por el Picadero, en su momento, también podremos acudir a ellas para defender nuestros derechos”. Cuando suelto mi sentencia, me quedo tan pancho y ellos se callan, aunque a veces adivino que me miran de reojo con una leve sonrisa.
Pues bien, hace casi un par de meses tuve que realizar un aparcamiento algo complicado para recoger a un familiar impedido y, a falta de plazas para discapacitados y para evitar estacionar en doble fila o delante de una cochera, pero intentando –a la vez- acercar el coche lo más posible, lo hice en un lugar donde la calle formaba un pequeño embudo que podía dificultar el paso de otros vehículos, por lo que acerqué todo lo que pudo el coche a la acera, consiguiendo suficiente espacio para que los vehículos pudieran circular sin dificultad. Sin embargo, en la maniobra, dejé sobre la acera una parte de la rueda. Tardamos unos diez minutos largos, dada la dificultad para mover la sillita. Cuando llegamos, vimos la denuncia en el parabrisas, pero no pude decir nada: no había nadie.
Hoy, me llegó la multa y la leí detenidamente. La falta la califican de GRAVE por “estacionar sobre la acera, paseo y demás zonas destinadas al paso de peatones sobre el acerado” (sic) y la cuantía es de 200 euros.
Lógicamente, como la sanción me parece injusta, lo primero que se me ocurrió fue presentar unas alegaciones para explicar lo que pasó; sin embargo, al leer la letra chica de la denuncia buscando las instrucciones para hacerlo, se me pusieron los vellos de punta. ¿Han leído ustedes alguna vez la letra chiquita de una denuncia?… ¿y nos quejamos de la nueva Ley de Seguridad?… Pues ahora les desgloso por partes algunas cositas, para no cansarles mucho.
Según la letrita pequeña de mi denuncia de tráfico:
1º. Si me declaro culpable y pago antes de veinte días, me rebajan la multa a la mitad. Es decir, el pronto pago me cuesta “sólo” 100 euros.
2º. Si se me ocurre alegar (es decir, tratar de justificarme), pierdo automáticamente el derecho a esta reducción.
Por tanto, la letra chiquita que acompaña la sanción con la que se me condena –según mi criterio, injustamente- me deja sólo dos opciones:
1º. Arriesgarme a presentar alegaciones, por ver si cae la breva y se desdice el mismo agente que me sancionó; lo que me hace prever que, con casi toda seguridad, al final, tendría que pagar 200 euros… y
2º. Pagar sin más y renunciar al legítimo derecho de defensa que debía asistirme como ciudadano y que, según dicen, es sagrado y, por tanto, no debería ser cercenado o amedrentado por ninguna medida coactiva.
Parece mentira que, sobre el papel, sea esta última la mejor opción, aunque suponga para mí, el pago de 100 euros y la aceptación de una culpabilidad que no reconozco.
En las otras cuatro ocasiones, como reconocí justas las sanciones, no me había detenido a leer la letra chiquita, pero hoy que lo hice, me he cabreado y, lo he hecho, no por tener que pagar una multa que me resulta gravosa, ni siquiera por verme obligado –en un Estado de Derecho como el nuestro- a tener que renunciar al de mi propia defensa por temor a que me resulte más gravosa aún; lo que realmente me cabrea, es pensar que, además, voy a tener que estrujarme las neuronas como nunca, para poder encontrar –para mis hijos y para mí mismo- una respuesta válida que siga justificando la bondad de nuestras normas.
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