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EL ECIJANO BENITO MAS Y PRAT Y LA ERMITA DEL HUMILLADERO por Ramón Freire Gálvez

EL ECIJANO BENITO MAS Y PRAT Y LA ERMITA DEL HUMILLADERO por Ramón Freire Gálvez
agosto 08
11:23 2013
Ramón Freire

Ramón Freire

  • El ecijano Benito Mas y Prat (nació en la ciudad de Écija a las ocho de la mañana del día 7 de Octubre de 1846, en la casa nº 8 de la calle Zapatería, siendo bautizado el mismo día en la Parroquia de Santa María, por el cura Joaquín de Arias, imponiéndole los nombres de Benito, Agustín, José, Esteban, Narciso, Ramón del Santísimo Sacramento, hijo de Benito Mas y Vidal y de María del Carmen Prat Estrada; nieto por línea paterna de Esteban Más y Narcisa Rosa Vidal; por la materna de Agustín Prat y Josefa Estrada, amadrinándolo su abuela materna (Libro de Bautismos número 33, página 124, Parroquia de Santa María), uno de los más preclaros hijos de Écija, poeta, periodista, autor costumbrista, dramaturgo andaluz…como colaborador de La Ilustración Española y Americana, en su número XXV, el 8 de Julio de 1884, publicó un artículo titulado La Ermita del Humilladero.

    En él, después de hacer una pequeña reseña histórica de nuestra Ciudad de Écija, el poeta y escritor, recuerda su infancia y adolescencia, pero es tan rico su contenido como desconocido para muchos de nosotros, al que tuve acceso, gracias el envío que me hizo un gran amigo mío, ecijano y residente en Madrid, José Antonio García Prieto (hace poco se marchó a disfrutar de la compañía de los ángeles del cielo), cuando preparaba mi libro Ecijanos en Andalucía, España y el Mundo, y ahora (en las calendas del Agosto astigitano), cuando pronto se van a cumplir (en 7 y 21 de Octubre, respectivamente, 167 años de su nacimiento y 121 años de su muerte), he considerado necesario, gracias a la página web y blog abierto a nuestra disposición, que lleva mi también amigo y mejor persona Juan Palomo, para que todo el mundo disfrute de su contenido, sin quitar ni añadir punto ni coma alguno (excepción hecha de una foto que de la ermita y cercana a dicha fecha, hizo Juan N. Díaz Custodio y obra en mi poder) reproducir íntegramente el artículo, que por su extensión, más bien podría llamarse un relato corto, pero sin más preámbulos, espero que usted, querido lector lo disfrute como lo hice yo.

  • Entre los recuerdos de la primera edad que conservo vivos en mi memoria, cuéntanse las visitas dominicales que solía hacer, con otros niños, a la ermita del Humilladero de Écija, pequeño santuario que existe en dicha ciudad, y cuya historia voy a contaros.

    I

    Écija es un antiguo pueblo de fundación fenicia, al que los romanos pulieron y hermosearon, y el cual tuvo la triste gloria de abrigar en sus muros los restos dispersos de los vencidos del Guadalete. Uno de los oficiales de Tarik, llamado Zayde, tomola a los cristianos, no sin gran resistencia, y dejola guardada por los judíos y algunos árabes, después de imponerles onerosos tributos; andando el tiempo fue recobrada por San Fernando.

    Conocidísima es la historia de esta ciudad, la primera de la provincia de Sevilla, y cuya importancia, así en la Edad Media como en el Renacimiento, es patente todavía. Basta admirar sus numerosas torres, sus antiguos solares y sus casas palacios, para comprender que pudo ser, y fue en efecto, morada predilecta de las más ricas y nobles familias de Andalucía. Hoy mismo, solitaria como Pisa y apartada del comercio de las gentes por sus especiales condiciones, puede ofrecer al viajero bellísimos templos, notables edificios y monumentales ruinas.

    No he de ser yo el que deje en el olvido a la patria de Alonso de Aguilar, Vélez de Guevara, Roa y Pacheco; no he de ser yo, repito, el que deje de presentarosla por dentro como curiosa antigualla, pero no es esta la ocasión oportuna; bástenos saber, por ahora, que allí fundó su célebre monasterio Santa Florentina, que allí tuvo en su día silla San Fulgencio y que allí cayeron bajo el filo de los alfanjes sarracenos las Santas Vírgenes del Valle.

    El Humilladero es el lugar donde, según añeja tradición, se representaron las escenas más terribles de la sangrienta hecatombe que conmemora la Iglesia el 14 de Marzo de cada año; por eso tiene, para los levíticos astigitanos, cierta atracción misteriosa aquella pequeña capilla.

    Alzase la ermita del Humilladero extramuros de la población, y en el centro de un pintoresco valle limitado hacia la parte oriental por suaves alturas bordadas de olivares, el Genil le riega mansamente, y graciosas huertas y frondosas alamedas recuerdan aquellos versos que al río predilecto de los árabes compuso el poeta Pedro de Espinosa en el siglo de oro de nuestra literatura:

    Vestida está su margen de espadaña

    Y de viciosos apios y mastranto,

    Y el agua clara como el ámbar baña

    Troncos de mirlos y de lauro santo;

    No hay en su margen silbadora caña

    Ni adelfas, mas violetas y amaranto,

    De donde llevan flores en las faldas

    Para hacer las Hénides guirnaldas.

     

    Llégase a este valle por la puerta que mira al Norte y se llama de Palma; un largo sendero que comienza en la puentezuela llamada de las Vírgenes, y que se divide en dos, dejando en medio la ermita, guía al antiguo convento de Jerónimos, levantado sobre los escombros del monasterio que fundó Santa Florentina y que a su vez ha sido derribado. Su esbelta torre dominaba el paisaje, teniendo a su derecha el Genil y las aceñas; a su izquierda, las alturas doradas por las mieses en el estío, y al frente, la ciudad y el llano en que descuella la ermita con sus blancos muros, sus acacias, su pintada verja y su campanario de espadaña.

    En la primavera, el llano que os he descrito se cubre de una mullida alfombra salpicada de amapolas y florecillas azules, presentando la más bella de las perspectivas; una ancha franja terrosa determinada por la ondulación del camino y la explanada del Humilladero es el único tono oscuro que puede encontrar la pupila en aquel lugar delicioso.

    Parece que convergen en un mismo punto todas las luces y todos los colores; el río, las huertas, los sembrados, los olivares, todas las lontananzas, en fin, brillan bajo un cielo azulado y transparente, y dan como un nimbo brisado a la ermita del valle.

    Una tarde de primavera en el Humilladero era para mí una tarde en el Paraíso. Esta fue siempre la estación en que nuestros abuelos visitaban el monasterio de Santa Florentina, situado a la parte nordeste de la pequeña capilla.

    Exclaustrados los Jerónimos y llevada a la ciudad la imagen de Nuestra Señora del Valle que se veneraba en su iglesia, cesaron las romerías al convento, y sólo quedó la devoción de visitar la ermita en determinadas épocas del año; sin embargo, hubo un ejército de romeros que continuó la tradición con infatigable perseverancia; los niños.

    Jueves y domingos, una verdadera colonia de pequeñuelos plantaba sus tiendas en los alrededores de la ermita, y se esparcían en revoltoso tropel por el llano; yo fui tantas veces de la partida, que recuerdo, como os he dicho, hasta los menores detalles de aquellas tardes que pasaron.

    Niños y niñas unidos por esos primeros vínculos exentos de todo objetivo ulterior, fase que sólo se da en la primera edad de la vida, se estrechaban en alegres lazos y formaban un solo círculo para jugar a la rueda de la patadilla; la pequeña aristócrata y el obrero chiquitín no se desdeñaban de ir asidos de las manos, y más de una vez una Eva noble y un plebeyo Adán dividieron sus roscas y sus manzanas en aquella abreviado Paraíso.

    Recordando aquel periodo de tiempo, he repetido mentalmente el comienzo de cierta moderna anacreóntica:

    Hoy besas, niña ilustre,

    Al que naranjas vende,

    Tu te creerás mañana

    De pasta diferente, etc.

     

    En efecto, aquello era un abigarrado conjunto de clases, pantaloncillos y toneletes. Muchas jóvenes de las que conocí en aquel tiempo, pasan hoy junto a mí sin conocerla; algunas se han encumbrado de tal modo, que he de buscarlas en los palacios; otras han descendido tanto, tanto, que hubiera podido hallarlas en el hospital.

    La ermita resonaba con nuestros juegos y muestras carcajadas, como si sus muros estuvieran hechos en láminas de metal blanco. Recuerdo que uno de nuestros compañeros, un diablillo vestido de color de rosa, tuvo cierta tarde la audacia de burlar la vigilancia del santero y tocar la campana; aquel fue un verdadero atrevimiento revolucionario. Sin duda el diablo del chico engrosó más tarde las filas de los ciudadanos que contribuyeron al derribo de la torre cercana.

    II

    La ermita se abría ya en aquel tiempo muy pocas veces, y nuestra curiosidad por penetrar en ella era tal, que esperábamos con ansia la ocasión propicia de satisfacer nuestro deseo.

    Un día, el 14 de Marzo, nos fue permitida la entrada. Penetramos todos en su pequeño recinto, decorado por sencillos altares, y escueto como el de todas las ermitas campesinas; pero tan pronto como traspasamos los umbrales, retrocedieron las niñas espantadas, atronando el espacio con su atiplada gritería. Habían visto un cuadro horrendo, un cuadro pintado al óleo, que representaba monjas ensangrentadas y horribles morazos; una verdadera carnicería fingida con bermellón, azul Prusia y amarillo corona.

    Nosotros, es decir, el sexo fuerte, sufrimos valientemente la primera impresión, y nos agrupamos en torno de una columna de mármol colocada al aire, cerca de la puerta de entrada. Aquel misterioso baluarte, coronado por una cruz de piedra labrada y por el blasón de la santa hermana de San Isidoro, nos sirvió para detener a las fugitivas. Pronto se calmaron los arrebatos; en efecto, aquellos moros y vírgenes no hacían nada, eran pintados.

    Al bullicio sucedió un religioso silencio; entonces pudimos oír el sermón del anciano santero, que nos replicó el suceso señalando el cuadro y al pilar alternativamente.

    El cuadro representaba el martirio de las santas hijas de Santa Florentina; estas fueron cayendo una a una, al pie de aquel pilar gris, que parece conservar aún manchas sangrientas. El anciano nos invitó a acercar el oído a la piedra, asegurando que aún se deslizaban las gotas de aquella sangre virgen por las entrañas graníticas de la columna.

    Fuimos haciéndolo por turno; algunas niñas, delicadas y nerviosas, se retiraban del pilar sin oír nada, porque aseguraban que el mármol frío hacía cosquillas en sus orejas, coloreadas y menudas como hojas de rosa; yo apliqué el oído con todas mis fuerzas, y no sentí el más pequeño ruido; sin embargo, varios de mis compañeros oyeron caer la gota indistintamente. Recuerdo que hubo de sentirla primero que otro alguno nuestro pequeño Marat, el que la tarde anterior había osado tocar la campana.

    El santero, teniendo en cuenta la calidad del auditorio, no nos dijo si las monjas habían sido muertas en su propio monasterio, como creen unos, o si fueron víctimas de sus perseguidores, como creen otros, en el sendero que comienza en la ermita del Humilladero y termina en la llamada Puentezuela de las Vírgenes.

    Herculano y algún otro están conformes con el relato que voy a haceros, y que tiene para mí cierto inexplicable encanto.

    La hueste de Tarik, mandada por Zayde, había entrado en Écija. Tocaban a rebato los cien campanarios de la población, y el estruendo de las armas y los aullidos de la morisma, ebria de matanza, salvando la muralla, resonaban en el pintoresco valle que ya conocemos, lúgubremente.

    Las hijas de Santa Florentina, que ocupaban su celebrado monasterio del Valle, sabedoras que los sarracenos se hallaban a las puertas de la santa morada, hicieron capítulo, y después de rápida deliberación, decidieron encerrarse en la cripta del convento, defendida por una fuerte y erizada verja de hierro, y a propósito para sacrificar sus vidas antes de servir a los placeres de los voluptuosos hijos de Mahoma.

    La ola sarracena tocó pronto en los muros exteriores del monasterio, resonó el hacha; cayeron con estruendo las puertas y los infieles penetraron en el claustro rugiendo y aullando; pero ¡cuál no fue su sorpresa al encontrar las celdas vacías y el convento mudo y solitario!

    De repente un cántico severo y conmovedor llegó a sus oídos. Guiados por aquellas notas armónicas, llegaron a la verja de la cripta y se detuvieron asombrados.

    Al pie de un gran crucifijo de piedra, hermosa y terrible a la vez, rígido como el Cristo enclavado que le servía de apoyo, se encontraba la superiora de la comunidad, armada de un afilado cuchillo y con los hábitos salpicados de sangre. A sus pies, varios bultos blancos y rojos se escalonaban en la penumbra; eran religiosas, cuyos cuerpos se estremecían con las últimas convulsiones de la muerte, y cuyos cirios caídos en el suelo, se apagaban al propio tiempo que su existencia. Los aulladores callaron como si un poder superior pusiera candados en sus bocas y se empujaron llenos de curiosidad contra la verja.

    Entre tanto, las monjas, colocadas en fila, sin dejar de entonar sus cristianas salmodias y con sus velas encendidas, iban pasando sonrientes y triunfadoras por delante de la abadesa, que después de besarlas con ternura en la frente, hundía su puñal en el seno de cada una de ellas, cuidado de que el golpe fuera definitivo y certero.

    La monja herida, sin exhalar una sola queja, iba a revolcarse en su propia sangre a los pocos pasos, dejado su lugar a la que venía; tras ella era una voz que faltaba del coro, un cirio que se apagaba, un bulto más que caía en la sombra, un nuevo tesoro de gracia y hermosura que desaparecía para siempre.

    Esta operación se repitió tantas veces cuantas eran las doncellas que encerraba la cripta. Pasó la morena de hermosos ojos y de amplio seno; la pálida niña de pupila azul y de talle esbelto, como el de la hermana de Leandro; le beldad de mano torneada y pies de jazmines; pasaron... una y otra y otra y muchas más, hasta la última, y todas fueron cayendo bajo el inexorable puñal de la priora del monasterio. El coro era cada vez más débil y desacordado; la oscuridad de la cripta, más densa; el charco de sangre más profundo; el Cristo y la sacrificadora parecían levantarse sobre un Gólgota de hermosos cuerpos mutilados.

    Restaba la suprema nota. La priora no había dado el último beso ni la última puñalada; cuando murió la postrera virgen y se apagó el cirio postrero, se arrodilló, besó los pies del crucifijo, y elevando los ojos al cielo, sepultó en su propio pecho el cuchillo.

    Después cayó, para no levantarse más, sobre aquellos cuerpos palpitantes, pugnando aún por cubrirlos con su blanco hábito.

    Tal es una de las fases trágicas del martirio de las Vírgenes del Valle de Écija.

    El P. Roa, sin embargo, nos dice que las hijas de Santa Florentina no murieron de ese modo, sino que se limitaron, como las santas de Toledo, a mutilarse el rostro y el cuerpo, provocando con esto las iras de los árabes, que las degollaron, persiguiéndolas en el trayecto que media entre el convento de los Jerónimos y la Iglesia Mayor. Así se explica el reverendo padre el que la ermita se llame del Aulladero o del Humilladero, y para su dicho trae testimonio de las frecuentas visiones de los vecinos de la ciudad, que han creído ver más de una vez largas procesiones de monjas fantasmas, que saliendo del convento de los Jerónimos del Valle a la media noche, y con hachas encendidas, penetraban en la ciudad por la puerta de Palma, y volvían antes de apuntar el alba a su antiguo monasterio.

    Difícil por demás sería encontrar datos seguros acerca del modo cómo pudo ocurrir el suceso.

    Ya el P. Roa manifestaba la dificultad de comprobar este hecho, y yo no puedo hacer más que repetir lo que dijo el erudito maestro. No es menos de extrañar el que el R. P. Croisset deje de incluirlo en su Año Cristiano, y que su traductor el P. Isla, solo nos hable de la ilustre fundadora del monasterio.

    Acaso estos escritos tuvieron en cuenta una dificultad histórica que puede ofrecerse; la general creencia de que los árabes eran pocos aficionados a tomar por asalto iglesias y monasterios. La matanza de las monjas de Cardeña y de las Vírgenes del Valle de Écija, que tienen infinitos puntos de contacto, son acaso por esto consideradas como simples tradiciones. Hay, sin embargo, una excepción a favor de la realidad de esta última catástrofe.

    Dicen las historias que al apoderarse Zayde, no sin grave resistencia, de la plaza fuerte de Écija, dejola encargada a los judíos y a algunos árabes. ¿No podría haber sido llevada a cabo el hecho por instigación de los hebreos, deseosos de vengar anteriores ultrajes y persecuciones de más cuenta?

    Esta es una nueva fase del asunto, que podría servir para fijar el verdadero estado de la raza hebrea en España, y que probaría una vez más que el hebreo y el cristiano nunca pudieron ser buenos camaradas. Conocidas son las causas de las matanzas de judíos en Granada y Toledo, y sabido es que estos exóticos moradores de nuestras provincias tan pronto se aliaban con los árabes para combatir a los cristianos, como solicitaban la cooperación de los cristianos para vengarse de los sarracenos.

     

    III

    Pero volvamos a la ermita del Humilladero.

    Os contaba como escuché allí por primera vez la historia de las Vírgenes, y me resta deciros que allí, también por vez primera, sentí esas vagas aficiones que nos llevan al culto inconsiderado de lo sobrenatural y de lo maravilloso.

    Siempre que me fue posible visité aquellas cercanías y crucé por aquellos senderos. Durante mi niñez llevaba a los prados del Valle mi corderillo, adornado de lazos azules y de campanillas doradas; en mi adolescencia paseé a caballo por el camino de las Aceñas y por las márgenes del Genil; ya en la edad de la razón leí a Byron y a Rousseau a la sombra de las acacias del Humilladero o sentado en la Puentezuela de las Vírgenes.

    Cuando visité la ermita por última vez dijeronme que había terminado el culto, y que no jugaban ya los niños en sus alrededores; parecía el paisaje más triste, y halle justificado el que tratasen de construir no lejos de aquel sitio un cementerio.

    De aquella visita, hecha hace algunos años, tengo una sencilla página, que voy a presentar a ustedes; el siguiente romance:

     

    LA ERMITA DEL VALLE

     

    ¡He aquí la pequeña ermita

    Que en mi niñez visitaba!

    ¿He aquí sus nevados muros

    Y sus frondosas acacias!

    En torno de ella las mieses,

    Por las hoces separadas,

    Trocadas se ven en oro

    Si antes eran de esmeralda.

    Y allá a lo lejos, los montes

    Que limitan mis miradas

    Por los rigores de Julio

    Tienen clámides de gualda.

    ¡Oh, con qué melancolía

    templo de doliente arpa

    y evoco aquellos recuerdos

    de las horas de mi infancia!

    ¡Qué diferente esta tarde

    de aquellas tardes tan gratas

    en que, sin dudas ni cuitas,

    a tus puertas descansaba!

    ¡Qué distintas emociones

    en mi pecho batallaban

    y cómo de los pesares

    no sentí las corvas garras!

    Esas luces melancólicas

    Que al rojo sol acompaña

    Cuando desciende entre púrpura

    A esconderse entre las aguas.

    Este tranquilo crepúsculo

    En que se duermen las auras

    Sin mover las verdes hojas

    Ni susurrar en las ramas.

    Este celaje apacible

    En que se eleva mi alma.

    Estos montes, estos prados,

    Este valle y esta agua.

    Esta ermita, en fin, testigo

    De los juegos de mi infancia.

    Todo, todo ha variado.

    ¡Qué mucho que variara,

    Si la rueda de la suerte

    Es tan fácil y voltaria!

    De aquellas tardes tranquilas,

    De aquellas horas rosadas,

    Sólo me restan recuerdos

    Pero recuerdos que matan.

    Por eso cuando el crepúsculo

    Esparce su luz de nácar,

    Vengo a cantar a la sombra

    De mi ermita y mis acacias,

    A las sueltas golondrinas

    Que del campanario bajan,

    Muy de quedo, muy de quedo

    Les suelo contar mis ansias

    Ellas vuelan a mi lado

    Y no se burlan ingratas,

    Como se burlan los hombres

    De las tristes confianzas.

    Y cuando pasan el río

    Y se ocultan en las ramas

    En su lenguaje repiten

    Lo que escuchan en mi arpa.

    Ellas son los seres únicos

    Que no dejan esas tapias

    Como fieles guardadoras

    De la ermita solitaria.

    ¡Hasta el nocturno agorero

    que la lámpara acechaba

    abandonó el campanario

    por otra torre cercana!

    Ya cuando la tarde cae

    Y la luna se levanta

    No vienen alegres niños

    A jugar en la explanada,

    Ni voltean a su puerta,

    Debajo de las acacias,

    Cual grupos de mariposas

    Que se ciernen sobre dalias.

    Desiertas están las rejas,

    Aquellas rejas pintadas,

    En cuyos pequeños mármoles

    Las jóvenes se sentaban

    A escuchar del Aulladero

    La sangrienta historia sacra

    O romancescos relatos

    De guerreros y de hadas.

    Cerradas están sus puertas,

    No arde en el altar la lámpara,

    Crece en su patio la hierba

    Y está muda la campana.

    Pronto hacinados escombros

    Dirán al bardo que pasa:

    ¡Aquí la ermita del Valle

    en tiempos se levantaba!

    ...........................

    ¡Ermita, como tú tengo,

    la soledad en el alma,

    por eso vengo a cantarte

    antes que el tiempo te barra!

    Todo, todo lo he perdido,

    No tengo ni una esperanza.

    ¡No puedo ni arrodillarme,

    Porque hasta la fe me falta!

    Árido campo es mi vida,

    Que sólo nutre cizaña,

    Y mi corazón un yermo

    Donde ni un árbol se halla.

    Sólo vivo en los recuerdos.

    Por eso en esas acacias

    Hallo el dulce sentimiento

    De las horas de mi infancia.

    Y al contemplar estos sitios

    Mudos como yo y sin alma

    Dejo la doliente lira

    Para verter una lágrima.

    Sevilla BENITO MAS Y PRAT

  • Hoy, 7 de Agosto de 2013, cuando tengo preparado el contenido de este trabajo para su remisión, aparece por la sede judicial donde presto mis servicios, una señora llamada Doña Matilde de la Hoz Castanys, que buscaba en el Registro Civil la partida de defunción de Benito Más y Prat, a la que le hice saber que, por su fallecimiento en Sevilla, sería en la capital hispalense donde podría encontrarla, anotando su fallecimiento, acaecido el 7 de Octubre de 1892.

    Casualidades del destino o lo que se quiera denominar, pero yo, reconociendo que soy supersticioso por mi nacencia en un barrio gitano, he sentido un pequeño temblor en mis adentros, quizás, quiero pensarlo así, sea el agradecimiento que desde el más allá, recibo de tan insigne poeta y escritor como fue Benito Mas y Prat, por este pequeño trabajo.

     

    Me dice Matilde, que ella está casada con Carlos González Espaliu, que es hijo de José González Mas y Teresa Espaliu Romero, nieto de José González Álvarez y Valle Mas Laglera (esta era hija de Benito Mas y Prat) y se encuentra realizando el árbol genealógico para su hijo Javier González de la Hoz, descendiente por tanto del famoso Benito Mas y Prat, actualmente estudiando en Inglaterra y al que seguro le hará ilusión el contenido de este recordatorio poético y literaria de su glorioso antepasado.

  • Hoy, 7 de Agosto de 2013, cuando tengo preparado el contenido de este trabajo para su remisión, aparece por la sede judicial donde presto mis servicios, una señora llamada Doña Matilde de la Hoz Castanys, que buscaba en el Registro Civil la partida de defunción de Benito Más y Prat, a la que le hice saber que, por su fallecimiento en Sevilla, sería en la capital hispalense donde podría encontrarla, anotando su fallecimiento, acaecido el 7 de Octubre de 1892.

    Casualidades del destino o lo que se quiera denominar, pero yo, reconociendo que soy supersticioso por mi nacencia en un barrio gitano, he sentido un pequeño temblor en mis adentros, quizás, quiero pensarlo así, sea el agradecimiento que desde el más allá, recibo de tan insigne poeta y escritor como fue Benito Mas y Prat, por este pequeño trabajo.

     

    Me dice Matilde, que ella está casada con Carlos González Espaliu, que es hijo de José González Mas y Teresa Espaliu Romero, nieto de José González Álvarez y Valle Mas Laglera (esta era hija de Benito Mas y Prat) y se encuentra realizando el árbol genealógico para su hijo Javier González de la Hoz, descendiente por tanto del famoso Benito Mas y Prat, actualmente estudiando en Inglaterra y al que seguro le hará ilusión el contenido de este recordatorio poético y literaria de su glorioso antepasado.

  • Hoy, 7 de Agosto de 2013, cuando tengo preparado el contenido de este trabajo para su remisión, aparece por la sede judicial donde presto mis servicios, una señora llamada Doña Matilde de la Hoz Castanys, que buscaba en el Registro Civil la partida de defunción de Benito Más y Prat, a la que le hice saber que, por su fallecimiento en Sevilla, sería en la capital hispalense donde podría encontrarla, anotando su fallecimiento, acaecido el 7 de Octubre de 1892.

    Casualidades del destino o lo que se quiera denominar, pero yo, reconociendo que soy supersticioso por mi nacencia en un barrio gitano, he sentido un pequeño temblor en mis adentros, quizás, quiero pensarlo así, sea el agradecimiento que desde el más allá, recibo de tan insigne poeta y escritor como fue Benito Mas y Prat, por este pequeño trabajo.

     

    Me dice Matilde, que ella está casada con Carlos González Espaliu, que es hijo de José González Mas y Teresa Espaliu Romero, nieto de José González Álvarez y Valle Mas Laglera (esta era hija de Benito Mas y Prat) y se encuentra realizando el árbol genealógico para su hijo Javier González de la Hoz, descendiente por tanto del famoso Benito Mas y Prat, actualmente estudiando en Inglaterra y al que seguro le hará ilusión el contenido de este recordatorio poético y literaria de su glorioso antepasado.

Hemos creído conveniente incluir unas muy buenas fotos de la Glorieta dedicada a Benito Mas y Prat, que se encuentra en el Parque de María Luisa de la capital Hispalense. Han sido escogidas del blog de Rosa María Guallar Lagarta y el autor es “arandanoblanco”
Glorieta Benito Mas y Prat – Parque de María Luisa de Sevilla facebooktwittergoogle_plusredditpinterestlinkedinmailby feather

1 Comentarios

  1. Cefe
    Cefe agosto 08, 21:34

    Muchas gracias, Ramón, por compartir este valioso artículo de Mas y Prat. Puede ser el acicate, en el aniversario del Parque de Mª Luisa, que posibilite en Écija, al fin, unas Obras Completas de nuestro gran Ecijano de Oro del siglo XIX.

    ¡Enhorabuena también a Juan Palomo, centinela de la Comunicación!

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