EL DESTIEMPO por Francisco J. Fernández-Pro Ledesma
(Porque María del Valle me lo pidió…)
Mi buena Amiga, María del Valle Pardal Castilla, me pidió este jueves pasado –durante el Taller de Poesía y Rapsodia del Colectivo de Pregoneros-, que me dedicara más a los artículos literarios que a los políticos, porque en estos muestro una agresividad que, realmente, no me define y resulta impropia de mí… y como sé que tiene parte de razón (pero es que las cosas de la política muchas veces me cabrean) y como ella me lo pide con su mejor voluntad y la mía está siempre dispuesta a servirla, hoy me he propuesto remendar un poco uno de los relatos ecijanos que apareció en mi libro “Teselas para un mosaico”, cuando se acaban de cumplir cinco años desde su publicación y cincuenta desde que viví lo que les cuento (tanto tiempo ya, que incluso mejor se diría que ocurrió hace medio siglo)
Cuando cumplí los seis años, a mi querida Sor Paquita se le metió entre ceja y ceja, que ya estaba preparado para hacer mi primera comunión; por eso, a partir de tan corta edad, tuve que dejar “La Merced” ya que, debido al pánico que entonces se sentía a la concupiscencia de la carne, era norma salesiana que los niños -ya recibida su primera comunión- dejaran los Centros donde seguían sus estudios las niñas mayores.
Así que, con pocos añitos y mucha lujuria en la cartera, vine a dar con mis huesos en el colegio de Doña Carmen Cañete, que no sólo era mixto sino en donde, además, era norma castigar a los niños poniéndolos en las bancas de las niñas para que se sintieran humillados (una norma de Doña Carmen, que nunca supe si era de machista empedernida o de feminista adelantada).
Allí conocí a Blanca. Era la más bonita del colegio o a mí me lo parecía por extraña (rubia, con inmensos ojos verdes y nunca churretosa) Para ella escribí mi primer poema de amor: esos primeros versos llenos de dificultades, tachones y ripios insoportables con los que, casi todos los poetas, iniciamos nuestra loca carrera de ilusos anónimos. No sé si ahora, después de tantos años, sería lo más acertado agradecerle a Blanca que fuera mi primera musa (esa que nos despierta nuestros más afortunados y desafortunados deseos de crear) o increparle a su recuerdo el haberme conducido a esta locura de las letras.
Blanca fue mi primer amor imposible, la causante de mis primeros celos y de mi primera mirada a hurtadillas por encima de las páginas del catecismo (¿por qué será que el amor, a veces, nos parece pecado?) También ella fue la involuntaria fuerza que me animó a romper -por primera vez en mi vida- la rigidez establecida de las normas, la primera Dulcinea de mis atribuladas aventuras sieteañeras de romántico loco, la primera voluntad de amar y conmoverme.
Recuerdo con qué intensidad me impulsaba su belleza (que, en tan diminuto mundo, consideraba única) a desafiar el atento celo de doña Carmen que, desde la considerable altura de su vieja tarima, oteaba –impenetrable en su magisterio- a toda aquella clase de horribles mocosos; con qué osadía mi mano deslizaba hasta su pupitre el pequeño trozo de papel donde depositaba, en unos garabatos ilegibles, todo el sueño ingenuo de mi niñez enamorada; con qué temeridad arremetía contra todos los otros niños que se burlaban de mí cuando ella, cruel (terriblemente cruel), proclamaba entre risas -a los cuatro vientos- aquellas letras garabateadas; con qué incompresible indulgencia trataba de justificar su enorme desprecio de “niña bien”… y qué poco me costaba perdonarla.
Un día, la familia de Blanca se fue del pueblo y yo seguí viviendo mi vida como pude. El tiempo pasó lentamente, como pasan los días de la juventud. Escribí otros poemas de amor y descubrí otras musas, pero Blanca continuó en mis más íntimos recuerdos. A veces, me parecía reconocerla en otras mujeres, pero nunca era ella. Aquella niña rubia de inmensos ojos verdes, siempre fue distinta a todas… y, sin embargo, todas se parecían a ella.
Un día –ya estudiante en la Universidad-, paseando por el Barrio de Santa Cruz con todos mis sentidos puestos en susurrarle a una morenucha de la Candelaria las historias de amor sucedidas por aquellas estrechas calles, tropecé de sopetón con una mujer rubia, alta, enjuta, ojerosa, prematuramente senil que, con voz estropajosa, me preguntó si le vendía un “caballo”.
Todo mi mundo se desvaneció al momento. No me reconoció y yo jamás he podido comprender cómo pude reconocerla tan de repente; quizá, porque había estado toda la vida, sin saberlo, esperando volver a encontrarla. Me olvidé del Mundo y de todas las historias que sabía. Mis pupilas quedaron fijas -como hipnotizadas- en aquel avejentado esqueleto de veintipocos años. No supe responderle, no dije nada. Ella me miró con ojos extraviados (ya no inmensamente verdes), escupió un mecagondiós entre dientes y, tambaleándose, siguió su camino.
No hice intención de seguirla, ni de hablarle, ni de recordarle nada; ni siquiera tuve la intención de volver a amarla… y, de pronto -como si hubiera estado aguardando siempre aquel instante-, mi memoria despertó con una frase que en cierta ocasión leí en “La Fermata”, un cuento prusiano de Ernest Hoffman:
“¡Feliz el compositor que en su vida terrenal jamás vuelve a ver a la que con misteriosa fuerza supo despertar en él su música interior!…”
(Variaciones sobre EL DESTIEMPO de “Teselas para un Mosaico”, 2009)
Amigo Paco: Coincido con María del Valle en su consejo, y no porque no estés acertado -que lo estás en el noventa por ciento de tus artículos políticos-, sino porque tu escrito sobre Blanca es tan hermoso, que lo he vuelto a leer ahora mismo, y ha vuelto a conmoverme como la primera vez que lo leí. Mi consejo: escribe lo que te salga de dentro y no cambies nunca.
Un abrazo
Querido Amigo, grcias por tus letras y por la enorme generosidad con la que lees las mías.
Un gran abrazo.
Paco.
Querido amigo Paco: hace poco pero intenso el tiempo que te conozco, pero verdad que cuando hablas de política te revelas, sigue soñando con la blanca rubia, de ojos verdes. A veces es mejor no ver la realidad. Un Abrazo
Mi buen amigo Antonello, sepa vuesa merced que es cualidad sine quanum, para el que, como yo, se honra en ejercer la Orden de los quijotes andantes, que tanto ha de hallarse dignidad y honra, alanceando gigantes (aunque parezcan molinos), que soñando dulcineas de niños o de viejos. Quizá porque, así, siempre nos queda una esperanza para la o, al menos, una disculpa razonable…
Un abrazo buen Amigo.
Mi buen amigo Antonello, sepa vuesa merced que es cualidad sine quanum para el que, como yo, se honra en ejercer la Orden de los quijotes andantes, que tanto ha de hallarse dignidad y honra alanceando gigantes (aunque parezcan molinos), que soñando dulcineas de niños o de viejos. Quizá porque, así, siempre nos queda una esperanza para la realidad o, al menos, una disculpa razonable…
Un abrazo buen Amigo.
se dice y escribe ‘sine qua non’
Aceptado, por supuesto… Gracias por la corrección y perdón por el lapsus
Estimado Paco,a sabiendas de que seguirá como buen Quijano luchando contra los molinos que se le pongan en el camino, “El destiempo” ha llegado en el mejor momento.
Hoy, aludiendo a una frase del maestro Sabina (Joaquín)le diría aquello de :”Está bien tener sombrero por si se presenta una buena ocasión para quitárselo”.(No dude que ésta lo es)
Mi admiración sincera.
Venerada Señora, aún sonándome vuestras letras como a lisonja (que tan poco me gustan, por calculadas o por hereje) de fuerza es que os las agradezca, cuando fue por vuestra voluntad y a vuestro servicio, que yo vine a transformar mis letras de hoy en trashumantes.
Más permítame advertirle que no use vuesa merced sombrero alguno, que vuestros cabellos se merecen mejores diademas y se bastan y sobran con los reflejos que las estrellas lucen sobre vuestro azabache.
Déjeme el sombrero a mí, que pueda siempre -como vuestro servidor- descubrirme cuando os apetezca pasar.
Recibid, pues, con estas letras, la veneración que os merecéis.