DOÑA PEPA por Francisco J. Fernández-Pro Ledesma
Siguiendo con las letras trashumantes que me pidió mi querida Amiga María del Valle Pardal, traigo hasta Ciberecija un relato que escribí hace algún tiempo, que aún se encuentra inédito y que espero que, algún día, forme parte de la continuación de TESELAS PARA UN MOSAICO… Perdónenme si para algunos de ustedes pudiera resultar irreverente, pero les aseguro que lo escribí con el respeto con el que siempre escribo mis relatos y, desde luego, con mucho más tacto que con el que me lo contaron a mí porque, aunque les parezca mentira, lo que leerán a continuación, está basado en hechos y personajes muy, muy reales…
Doña Pepa sentía las cosas de Dios como propias. Tenía fama de loca y olor a santidad. Heredera única de una fortuna en tierras y reales, en su bondad -casi paranoica- se empeñaba en encaminar a todos los de la casa por los designios de la Iglesia y, tanto era así que, durante años, los albañiles de Doña Pepa fueron los más envidiados de toda Andalucía; y es que Doña Pepa estaba arreglando sus tejados, pero nunca los acababa.
Los hombres empezaban a trabajar por la mañana, pero no muy temprano, a eso de las nueve pasadas, para no despertar a la señora.
A las diez, Doña Pepa llegaba y les preguntaba: “¿Han desayunado ustedes?...”. Ellos ponían cara de hambre para dar más pena y Doña Pepa, pensaba “¡Pobrecillos!…”, e, inmediatamente, mandaba un descanso, un café con leche y unos molletes con aceite, que tenía entretenido al personal hasta cerca de las once, hora en que volvían a la tarea.
Llegada las doce, Doña Pepa llegaba otra vez y ordenaba con voz firme: “!Al Ángelus!” y todos dejaban sus tareas y rezaban con la señora.
Como Doña Pepa era viuda y había perdido un hijo en la Santa Cruzada, al medio día siempre echaba de menos la presencia de sus difuntos a la mesa; por eso, a eso de las dos de la tarde, la buena mujer dejaba que sus albañiles marcharan a sus casas para que almorzaran con sus familias… y ya no volvían hasta pasadas las cuatro.
Antes de las cinco, Lola -la más antigua y fiel sirvienta de Doña Pepa-, por orden de su señora, llamaba a los albañiles al Santo Rosario. Si hacía bueno, todos los de la casa se reunían en el patio; si hacía malo, en el salón.
Los hombres alargaban todo lo que podían las avemarías y, para hacerlo, simulaban tanta unción que, a Doña Pepa nunca le importó que la letanía concluyera rayando las siete. Después, la buena mujer presumía entre sus amistades de la devoción con la que sus albañiles rezaban las oraciones.
A las ocho, cuando se iba yendo la luz, se acababa la jornada.
Doña Pepa estuvo veinte años liada con los tejados.
Llegada la Cuaresma, Doña Pepa extremaba su espíritu piadoso hasta extremos inconcebibles. Un día, que andaba leyendo la vida de un santo eremita, llamó a su fiel e inseparable Lola (además de ama de llaves, cómplice y confidente) y, ante el espanto de la mujerona, Doña Pepa, muy seria y decidida, le pidió:
- Lola… ¡azótame!
- ¿Cómo dice señora?… –preguntó sorprendida la buena de Lola, a pesar de estar acostumbrada a las rarezas de Doña Pepa.
- ¡Que me azotes, Lola!… Nuestro Señor Jesucristo sufrió estos suplicios y ahora, que estamos en Cuaresma, debemos mortificar la carne si queremos parecernos a Él.
- Pero, señora… -quiso razonar la pobre mujer.
- ¡Lola! –se revolvió Doña Pepa, mirándola fijamente a punto de fulminarla-… ¿vas a hacer lo que te digo?.
Lola, siempre dispuesta, con la sumisión de las servidumbres antiguas, bajó la cabeza y con voz débil, asintió:
- Si la señora lo manda…
Doña Pepa había preparado en su habitación dos largas y anchas correas de cuero que había conseguido de un antiguo arnés de caballería. Dándoselas a Lola, se descubrió pudorosamente la espalda, exponiéndola a la vez que apoyaba sus manos en el respaldo de un sillón de enea que había frente a su tocador.
Lola tragó saliva y, con un gesto tímido, levantó las correas y las depositó suavemente sobre la piel de su señora. Doña Pepa se revolvió impaciente:
- ¡Lola, mujer, así no!… ¡más fuerte, mujer!… ¡más fuerte!…
Lola volvió a probar, pero sus más de cuarenta años de servicio, la reprimían en sus esfuerzos por complacerla. Doña Pepa volvió de nuevo a insistir:
- ¡Lola!… ¿Quieres hacer el favor?… ¡Dame más fuerte, mujer!… Lola, tuvo una idea: debía pensar en los momentos en los que Doña Pepa le había montado algún pitote. En un instante, la memoria de la mujer comenzó a recopilar anécdotas en las que la locura de su ama la habían llevado a la humillación o a la vergüenza y, como no eran pocas -dado el tiempo transcurrido a su servicio y la locura de su señora-, sintió cómo poco a poco la rabia la iba dominando. Cuando ésta la invadió hasta sentirla en la garganta, Lola apretó con su mano aquellos trozos de cincha y descargó el golpe en la espalda semidesnuda.
Doña Pepa se volvió otra vez, pero ahora estaba mucho más seria y tenía el rostro crispado y compungido. Dos lagrimones inevitables le rodaban por sus mejillas y, no pudiendo contenerse, estalló con voz chillona:
- ¡Coño, Lola, coño!… ¡Más flojito, mujer!… ¡Que ni al mismo Cristo le daban estos azotes!
Entre tanto corrupto, pillo, pillado, oportunista e iluminado como campa por ahí, esta estupenda historia, magistralmente contada, es un soplo de aire fresco para ejercitar el, cada vez más olvidado arte de sonreír.
No puedo decir mas que, enhorabuena y a seguir fabricando teselas como esta.
Querido Amigo Viajero, gracias por tus letras.
Estos relatos responden a la petición expresa de una queridísima Amiga que así me lo pidió… A sus deseos, sumo ahora los tuyos, e intentaré redoblar mis esfuerzos (que el ingenio es cortito y no da más de sí), para procurar no defraudaros.
Un saludo de viajero a viajero.
Estimado Paco, continúe usted con la fábrica en marcha. Las Teselas, como ve , se venden muy bien y por ello me sumo a lo que dice el Señor Viajero, el arte de sonreír se hace cada vez más difícil y eso que dicen que una sonrisa significa mucho.
Salud
Mi muy venerada y admirada Doña María de López, ya que me lo pedís, no sólo continuaré en el empeño, sino que, además, ya que me invita a “marchar” y sé que, por su lozanía, no pudo antes reconocer a algunos de los personajes que traté, le prometo que en la próxima ocasión lo haré sobre alguien que sí pudo conocer sobradamente y que, además, tenía la monomanía de “marchar”… pero al contrario de todos los mortales.
Beso su mano.