Un
sargento de grumetes, Sebastián de Écija, estaba
presente en la mañana tibia que se descubrió
América.
Juan
Gossaín cuenta la historia de los primeros hombres
que pisaron "oficialmente" América.
Eran
120 hombres, piojosos y hambrientos, "que más
parecían almas en pena": los primeros europeos
en llegar a suelo americano, hace 519 años.
Las tres
carabelas eran dos y Martín Alonso Pinzón no
fue el primero que divisó tierra. Las carabelas propiamente
dichas eran La Pinta y La Niña, las dos primeras naves
de aquella expedición en que viajaban 120 tripulantes
piojosos y hambrientos, que más parecían almas
en pena. La última no era un clásico velero
de tres mástiles, mucho más grande y menos rápido
que una carabela.
Como si
no fuera suficiente, tampoco es verdad que esa tercera embarcación
tuviera por nombre Santamaría. El 3 de agosto de 1492,
día en que zarparon de España rumbo a la gloria,
para cumplir una epopeya digna de la mitología griega,
el buque se llamaba María Galante; así aparece
registrado en los archivos de la época, que se conservan
en Sevilla. Fue el propio Colón, cuando empezaron las
terribles penurias del viaje, el que lo rebautizó en
busca de la protección divina de la Virgen Santísima.
A
mar abierto
Han pasado
más de dos meses desde que partieron de Palos de Moguer,
un pueblo de navegantes, minas rústicas de carbón
y pescadores artesanales, perdido en la desembocadura del
río Tinto. Para ser exactos, llevan 62 días
de sufrimientos a mar abierto. No han visto más que
agua y cielo. Ni un pájaro siquiera. Algunos han enfermado
de tuberculosis.
Los tormentos
son interminables. El hambre es tan agobiante que un sargento
de grumetes, Sebastián de Ecija, escribe en su propio
cuaderno de bitácora que tuvo que comerse las tiras
deshilachadas de su pantalón de lona, aliñadas
con agua de sal, para engañar el estómago. En
medio de las desgracias se permite una pizca de humor. "El
pantalón sabe a carne de cordero", anota en sus
memorias. Son españoles: tienen un sentido trágico
pero también cómico de la vida.
La semana
pasada no aguantaron más. Se amotinaron.
Enloquecidos por la desesperación, acusan a Colón
de haberlos embarcado en una aventura sin destino. Estuvieron
a punto de lincharlo.
El almirante,
que hoy se levantó temprano, como todos los días,
camina pensativo por la cubierta de La Pinta, que encabeza
la caravana porque es la nave del almirante. No sabe si podrá
resistir la próxima sublevación. Acaba de cumplir
41 años y es un hombre de pocas palabras, que parece
encerrado en sí mismo. Nadie puede decir que lo ha
visto sonreír. En las últimas semanas ha envejecido
y ahora tiene cara de apesadumbrada anciana.
Hoy es
viernes. Viernes 12 de octubre de 1492. Amanece. No hay viento.
La mar océana, como a él le gusta llamarla,
está en calma.
El mundo parece que se hubiera quedado quieto. El primer sol
del día se alza muy pálido, en la parte más
lejana del horizonte, porque estamos en la temporada lluviosa
de este paraje que algún día se llamará
Caribe.
Poco después
de las 6 de la mañana, el almirante ve pasar a la derecha
de su navío un puñado de algas podridas que
flotan sobre la cresta del oleaje. No eran muchas, pero un
navegante encallecido sabe lo que significan. Da un salto
de emoción.
Regresa a su camarote y escribe en el diario: "Plantas
y raíces a estribor. Si hay vegetación, tiene
que haber tierra. Estamos muy cerca".
Rodrigo
de Triana ha estado de turno toda la noche en la meseta del
vigía, que queda en la parte más alta del palo
mayor. Ahora, mientras termina de clarear la mañana,
descabeza un sueño atrasado durmiendo a pedazos.
De súbito,
aquel centinela flaco y de baja estatura, que tiene un ojo
torcido y que ha sido marino de ocasión, estibador
sin trabajo y asaltante nocturno en las calles de Huelva,
cree ver dos siluetas pequeñas que bailan entre la
bruma. Teme que el hambre lo esté haciendo alucinar.
Por si
las moscas, Triana afila su ojo bueno. Revisa con cuidado.
Allí están, retozando, a veinte metros de su
cara, dos gaviotas de cabeza negra, pájaros madrugadores.
Vuelan hacia el occidente, aguas afuera. El vigía hace
una conjetura de marino, equivalente a la que escribió
Colón: "Si hay pájaros, hay tierra".
En sus
escabrosas noches de taberna, de regreso a España,
Triana relataría a los parroquianos lo que sintió
en ese momento.
Dice que lo primero que hizo fue levantarse del puesto de
vigilancia y seguir con la mirada el recorrido de las gaviotas.
Vio una palma de coco en una playa que parecía ennegrecida
por los aguaceros recientes. Empezó a temblar. Y entonces,
con ambas manos alrededor de los labios, para hacer una bocina,
pegó aquel grito que habría de cambiar para
siempre la historia humana:
-¡Tierraaaaaaaaa!
¡Tierra a la vista!
(No fueron
dos los ojos que primero la vieron, sino uno solo, el ojo
bueno de Rodrigo de Triana, el que avistó a América.)
Tan fuerte
y agudo chillido del vigilante despertó a todo el mundo.
No pudo darlo por segunda vez, como era su propósito,
pues se quedó afónico. La garganta le ardía.
La roñosa carabela se llenó de correndillas
y alegría.
Los mismos
tripulantes que hace una semana intentaron ajusticiar a Colón
tirándolo al mar, ahora quieren alzarlo en hombros,
como un triunfador. El italiano, tan discreto toda su vida,
se niega con palabras de buena crianza a recibir semejante
homenaje.
-Primero
lo primero -dice a sus hombres, y se aparta de ellos.
Va a la
parte delantera de la proa; levanta con la mano derecha el
estandarte de los reyes católicos, que le financiaron
la odisea; se hinca de rodillas sobre las tablas ruinosas
de la cubierta y se echa la señal de la cruz. Luego,
ve una guacamaya de doscientos cincuenta colores que lo mira
desde la arboleda.
El
primer baño de mar
Colón
impuso su autoridad en medio de la algarabía. Ordenó
que primero bajaran a tierra los tres capitanes de las embarcaciones,
el escribano Escobedo, que sería el encargado de levantar
el acta oficial, y él mismo. Así se hizo. Luego
saltaron los tripulantes.
Aquella chusma feroz, compuesta en su inmensa mayoría
por truhanes de cantina, presidiarios, náufragos de
la vida, gente sin futuro, se lanzó frenética
al agua fresca. Reían y lloraban, se hacían
bromas. Hoy, cualquiera los habría tomado por un enjambre
de escolares inocentes que se divertían en vacaciones.
Habían llegado a lo que se conoce como el archipiélago
de las Bahamas.
Al contrario
de lo que suele pensarse, Cristóbal Colón no
fue un aventurero afortunado, sino un admirable navegante
que había trabajado para los grandes mercaderes de
Génova, su ciudad natal. Padeció varios naufragios
y escapó de la persecución de los piratas, cuando
resolvió que quería ponerse a estudiar. En la
universidad de Coimbra, en Portugal, aprendió en profundidad
cartografía, altas matemáticas y astronomía.
Siendo
ya un hombre ilustrado, se unió a la tesis del sabio
Toscanelli, quien sostenía que la Tierra era redonda.
En consecuencia, decía Colón, si uno navega
siempre hacia el occidente, sin necesidad de darle la vuelta
al mundo por el sur de África, llegará más
rápido a la India, donde hace quinientos años
se amontonaban el comercio y la riqueza.
En pocas
palabras: Colón no salió de España a
buscar un mundo nuevo, del que nadie tenía noticia,
sino a buscar un camino nuevo para llegar al mundo viejo.
Fue su tenacidad la que le permitió encontrar lo que
no andaba buscando.
'De
fermosos cuerpos'
Empieza
a reunirse en la playa mucha gente de aquella isla pedregosa,
a la que los nativos llamaban Guanahaní y que el almirante
bautizaría de inmediato como San Salvador. Colón
era, además, un estupendo narrador, como lo demuestra
su diario:
"Les
di a algunos de ellos unos bonetes colorados y unas cuentas
de vidrio que se ponían al pescuezo. Venían
nadando adonde nosotros estábamos y nos traían
guacamayas o hilo de algodón en ovillos, que les cambiábamos
por cascabeles".
Es falsa
la leyenda de que el almirante encontró aquí
unos indiecitos enjutos y de baja estatura. Fue exactamente
al revés, según su propio testimonio: "Eran
todos jóvenes, que ninguno vi de más de 30 años.
Muy bien hechos, de fermosos cuerpos, altos y fuertes. Andan
todos desnudos, como su madre los parió, y también
las mujeres, pero no vi más que una buenamoza".
Epílogo
Ni él
mismo supo en vida el verdadero alcance de su hazaña:
murió catorce años después de aquella
mañana, en 1506, a los 55 años, convencido de
que había llegado a territorio asiático por
un camino más corto, como era su propósito.
Lo persiguió
la infamia, lo metieron en la cárcel, le regatearon
sus derechos, fue abandonado por todos, incluido su hijo Diego,
un zángano que vivió de la gloria de su padre.
En el
mundo que él descubrió existe una sola nación
que lleva su nombre. Se llama Colombia, que es como debería
llamarse el continente entero.